Carlos Ramírez.-
Escrito entre el final de la guerra y la firma del
Tratado de Guadalupe-Hidalgo, el diputado Mariano Otero asumió, no sin
amargura, el efecto traumático de la pérdida de la mitad del territorio: el
fracaso como nación.
Fechado el 2 de diciembre de 1847, el texto
Consideraciones sobre la situación policía y social de la república, en el año
de 1847 cobra actualidad:
El hecho de que un ejército extranjero de diez o doce mil
hombres haya penetrado desde Veracruz hasta la capital de la república y que,
con excepción del bombardeo de aquel puerto, la acción de Cerro-gordo y los
pequeños encuentros con las tropas mexicanas en las inmediaciones de la misma
capital, puede decirse que no ha hallado enemigos con quien combatir en su
largo tránsito al atravesar tres de los más importantes y poblados estados de
la federación mexicana con más de dos millones de personas, es un
acontecimiento de tal naturaleza, que no puede menos que dar lugar a las más
serias reflexiones.
Los hombres ligeros, los que para juzgar los sucesos se
atienen únicamente a los hechos, sin entrar a examen de las causas que los
producen, incurren ordinariamente en graves errores. No es extraño por esto el
que, como ya hemos visto en algunos periódicos extranjeros, se califique al
pueblo mexicano como un pueblo afeminado, y como una raza degenerada que no ha
sabido gobernarse ni defenderse.
(…)
Por lo tanto, parece por demás inútil el que los
escritores extranjeros se calienten la cabeza buscando en la afeminación o
degradación de la raza mexicana, ese indiferentismo que ha manifestado esta
nación en la guerra actual. (…) Nosotros, por nuestra parte, creemos que todo
está explicado en estas breves palabras: en México no hay ni ha podido haber
eso que se llama espíritu nacional porque no hay nación. En efecto, si una
nación no puede llamarse tal, sino cuando tiene en sí misma todos los elementos
para hacer su felicidad y bienestar hacia su interior, y ser respetada en el
exterior, México no puede llamarse propiamente nación.
(…)
Una nación no es otra cosa que una gran familia, y para
que esta sea fuerte y poderosa, es necesario que todos sus individuos estén
íntimamente unidos con los vínculos del interés y de las demás afecciones del
corazón. En México no es posible esa unión, y basta para convencerse de ello,
echar una rápida ojeada sobre las diversas clases que componen esta desgraciada
sociedad. Además, la guerra civil, que ha sido aquí permanente por espacio de
treinta y siete años, ha desmoralizado a todas las clases y destruido así el
único elemento de orden que tenía este país al hacer su independencia, esto es,
aquel respeto y obediencia ciega a las autoridades, que formaba parte del
sistema colonial. Ese respeto y obediencia han sido sustituidos por la licencia
y el desenfreno más escandaloso. La libertad de imprenta, que es y debe ser en
todas partes empleada para ilustrar al pueblo, ha servido aquí para
desmoralizarlo y embrutecerlo cada día más. En vez de atacar con energía toda
clase de abusos y preocupaciones, en vez de ilustrar las materias más vitales
para la sociedad, y procurar con franqueza, lealtad y buena fe las mejoras
necesarias para el bienestar y prosperidad del país, los periódicos con pocas
excepciones se han ocupado constantemente de exaltar las más ruines y mezquinas
pasiones, y fomentar los odios, extraviando la opinión pública y comerciando
así alternativamente con los intereses de las mismas clases que viven de los
abusos, y con la ignorancia del público en general.
(…)
Todavía se repite a cada momento en México como una
sentencia profética, lo que decía el oidor Bataller cuando se efectuó la
independencia: “no puede darse, dijo, a los mexicanos mejor castigo que el que
se gobiernen por sí solos”.
(…)
Concluido que sea ese tratado (de Guadalupe-Hidalgo),
puede igualmente asegurarse que la independencia nacional será desde entonces
entre nosotros no ya una palabra vana, sin sentido propio, sino una burla, un
verdadero sarcasmo.
(…)
Será absolutamente necesario que todos los mexicanos
sensatos y que tengan algo que perder, se convenzan de una verdad, por muy
triste que ella en sí sea. Esta verdad será que no podremos marchar solos como
nación, y que necesitaremos, a lo menos por algunos años, el apoyo o la
intervención armada de alguna nación extraña. Una vez persuadidos de esa
verdad, la única cuestión que debe ventilarse sería si nos convendría más que
aquel apoyo fuese de los Estados Unidos del Norte, por sus principios
democráticos o de alguna de las monarquías europeas. ¡Quiera el cielo que
después de todas las calamidades que ya hemos sufrido tengamos el buen juicio
necesario para que no lleguemos a buscar aquel humillante extremo como único
medio de salvación!
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