Mauricio Guim y Miguel Alfonso Meza
La corrupción es una trampa que se auto refuerza:
mientras más generalizada se vuelve, mayores son los incentivos para cometerla.
Son muchas las razones que alimentan este círculo vicioso: una de ellas es el
cálculo racional de las personas. Al momento de cometer un delito, las personas
consideran la probabilidad de ser descubiertas y la severidad del castigo que
podrían recibir. Esta probabilidad disminuye mientras más delitos se comentan.
Por esta razón, mientras más corrupción exista, menor será la probabilidad de
ser descubiertos y los costos de cometer estos delitos.
Otra razón son los recursos ilícitos que la corrupción
produce. Este tipo de actos genera recursos económicos que pueden ser usados
para comprar impunidad, que a su vez, aumenta la corrupción y genera más
recursos económicos que pueden usarse para comprar todavía más impunidad.
Además, una sociedad con amplia impunidad genera la percepción de que cometer
un acto ilegal no tiene consecuencias, lo que podría incentivar a todavía más
personas a dedicarse a la corrupción.
Una tercera razón es que la corrupción generalizada
reduce los costos de transacción de encontrar a alguien con quien delinquir.
Para cometer un acto de corrupción se necesitan al menos dos personas, y la
probabilidad de encontrar a esa otra persona es más alta en una sociedad con
altos índices de corrupción. La disminución de costos de transacción, a su vez,
aumenta la demanda y oferta de prácticas corruptas, pues mientras más personas
corruptas existan, más oportunidades de corrupción habrá.
Otra razón que contribuye a la trampa de la corrupción es
el caos moral en el que la corrupción puede hundir a una sociedad. La
corrupción no sólo es disuadida por normas legales, sino también por normas
morales. Sin embargo, un alto índice de corrupción también puede afectar la
eficacia con la que funcionan las normas morales de una sociedad. En una
sociedad muy corrupta es fácil justificar un acto de corrupción alegando que
“todos los están haciendo”. Por lo tanto, mientras más generalizada sea la
corrupción, menor será el estigma social o el sentimiento de culpa que genere
un acto corrupto.
Existen otros factores que fortalecen esta trampa a nivel
macro. En primer lugar, si las instituciones públicas son percibidas como
corruptas, éstas atraerán a funcionarios deshonestos. En segundo lugar, los
países con altos índices de corrupción tienen menor crecimiento económico. Un
menor crecimiento económico reduce las oportunidades de producir recursos
honestamente, volviendo más atractivo recurrir a la corrupción para obtener
ganancias. En tercer lugar, la corrupción incrementa la evasión fiscal y, por
ende, reduce los recursos públicos que se podrían dedicar a combatir la
corrupción. En cuarto lugar, un país con
altos índices de corrupción tiene menos recursos para educar a sus ciudadanos.
Los bajos niveles de educación producen ciudadanos desinformados, reduciendo la
probabilidad de que conozcan los casos de corrupción que se hacen públicos y de
que castiguen a los funcionarios responsables en las elecciones.
Cambios radicales contra cambios graduales
Existe un consenso académico que considera que la única
solución eficaz para salir de la trampa de la corrupción es a través de cambios
radicales: reformas suficientemente amplias y rápidas para inducir a las
personas a cambiar su comportamiento en un período relativamente corto de
tiempo.
Existen varios argumentos a favor de esta teoría. Los
cambios paulatinos dan a los corruptos el tiempo suficiente para adaptarse y
cambiar la forma o la estructura de sus negocios ilegales. En segundo lugar, la
corrupción se sustenta en prácticas y expectativas sociales que son difíciles
de alterar de forma gradual. Por ejemplo, si existe una práctica sistematizada
de pagar sobornos a la policía, sólo el reemplazo de toda la fuerza policial
produciría un cambio de expectativas sobre cómo deben ser las interacciones
entre los ciudadanos y la policía. Una estrategia de reformas incrementales que
reemplacen, por ejemplo, al 5% de la fuerza policial por año, amenaza la
sustentabilidad de estos cambios, pues existe el riesgo de que los nuevos
policías se corrompan. Si este es el caso, sólo una estrategia de cambio
radical podría transformar a la policía de una institución predominantemente
corrupta a una institución predominantemente honesta.
No obstante, según Matthew Stephenson, la idea de que
sólo los cambios radicales pueden acabar con corrupción puede ser peligrosa.
Que la corrupción sea una trampa, afirma Stephenson, no implica que los cambios
graduales serán ineficaces para combatirla. Si la corrupción aumenta en
proporción al número de personas corruptas, cualquier intervención que reduzca
el numero de estas personas va a reducir el incentivo de las demás de incurrir
en actos de corrupción. Además —continúa Stephenson—, una estrategia de cambios
radicales puede crear riesgos que son peores que la propia corrupción: por un
lado, la idea de que solamente un cambio revolucionario puede transformar a un
país abre la puerta a toda clase de autoritarismos que, si bien podrían reducir
la corrupción, pueden reemplazarla por algo mucho peor: un régimen arbitrario
sin libertades fundamentales. Por otro lado, pueden existir diversas
dificultades y resistencias políticas para implementar reformas radicales. Por
ello, la idea de que sólo éstas son eficaces para terminar con la corrupción
puede desembocar en una actitud fatalista que, equívocamente, considera que si
no se puede hacer todo es mejor no hacer nada.
La reforma como retroceso
El debate acerca de cómo salir de la trampa de la
corrupción tiene fuertes implicaciones para México. De él depende, en gran
parte, qué debemos hacer para dejar de ser el PAÍS 42 DE 180 MÁS CORRUPTO DEL
MUNDO. Además, sirve para intentar comprender si hemos tomado el rumbo correcto
en los últimos cinco años.
En 2015, el gobierno de Enrique Peña Nieto impulsó las
reformas constitucionales mediante las cuales se creó el Sistema Nacional
Anticorrupción (SNA). La reforma pretendía, en cierto modo, ser un cambio
radical: integraría a 6 organismos del Estado —dos recién creados: los
Tribunales Anticorrupción y el Comité de Participación Ciudadana— para que, de
manera conjunta y coordinada, combatieran la corrupción; además, añadiría, por
primera vez, a representantes de la sociedad civil organizada para cooperar con
esas autoridades y vigilarlas en sus labores anticorrupción. En tanto, crearía
también un nuevo marco jurídico, formado por reformas a diversos artículos de
nuestra Constitución, dos nuevas leyes—la Ley del SNA y la Ley General de
Responsabilidades Administrativas (LGRA)—, así como la reforma a otras dos
leyes federales; todo esto, multiplicado 32 veces: el Sistema, al ser Nacional,
debería ser replicado en todas las entidades de la República.
De esta forma, supuestamente, se crearía un nuevo
sistema, y no una simple agencia especializada en combate a la corrupción, como
se hace en otros países. Se buscaba que el combate a la corrupción se hiciera a
lo largo y ancho del Estado, con diferentes autoridades involucradas y
relacionadas entre sí, que además estuvieran acompañadas por los ciudadanos, y
tuvieran nuevas normas —el marco jurídico que avanzó en transparencia,
rendición de cuentas y responsabilidades de servidores públicos—, y algunas
nuevas autoridades. La máquina anticorrupción no sería una pieza, sino parte del
nuevo diseño transversal de toda la maquinaria estatal.
¿Estas reformas son suficientes para salir de la trampa
de la corrupción? ¿Son un cambio brusco capaz de sacudir y cambiar nuestro país
de forma rápida? ¿Son, más bien, un programa para realizar muchos cambios
progresivos, pero constantes e incrementales?
¿O son un cambio pequeño, en una larga agenda que aún falta construir?
La reforma anticorrupción de 2015 fue anunciada a la
sociedad como un gran cambio institucional. Sin embargo, no era un cambio en sí
misma, sino una agenda, establecida a nivel constitucional, para realizar
pequeños cambios en, supuestamente, un periodo corto de tiempo —uno o dos
años—. Entre toda esa agenda existen propuestas que podrían servir
verdaderamente para disminuir la corrupción y que ya han sido implementadas, ya
sea de forma completa o parcial; existen otras que también podrían servir para
este propósito, pero que fueron bloqueadas tanto por el gobierno anterior como
por el actual, o que han sido implementadas de forma indebida; por último,
existen algunas que parecían revolucionarias, pero que en realidad han
resultado ser simple retórica establecida en nuestros documentos jurídicos.
Entre los principales cambios verdaderos, y ya
implementados, podemos contar el establecimiento de la nueva ley de
responsabilidades administrativas (LGRA), que incluye nuevas conductas
corruptas que pueden ser sancionadas, así como mejores procedimientos para
hacerlo; la homologación de esta normativa a nivel local y federal; la inclusión
de particulares y personas morales entre aquellos que pueden ser sancionados
por estos ilícitos, entre otros puntos relevantes.
En segundo lugar, entre los cambios bloqueados o
retrasados en el tiempo, están el Tribunal especializado en combate a la
corrupción, la construcción de los Sistemas Anticorrupción locales y el
funcionamiento efectivo de las declaraciones patrimoniales, de intereses y
fiscal —mejor conocidas como “3 de 3”—, entre otros problemas.
Hasta el día de hoy el Senado NO HA DESIGNADO a los 18
Magistrados Anticorrupción, los únicos facultados para sancionar faltas
administrativas graves —lo cual provoca que la LGRA no pueda ser aplicada ni
siquiera en uno de sus puntos más importantes—.
Ahora bien, el SNA no sólo está incompleto a nivel
federal, sino también a nivel local. Hasta febero de 2020, cuatro años después
de la reforma constitucional, faltaban: un estado que no han adecuado todas sus
leyes; 5 que no tienen fiscal anticorrupción; dos que no han establecido su
Comité Coordinador; y 5 que no tienen una Secretaría Ejecutiva.
Esto no significa, sin embargo, que lo que sí se ha hecho
en algunos sistemas anticorrupción locales se haya realizado de manera
correcta. Existen acusaciones contra Comités de Participación Ciudadana involucrados
en hechos de corrupción; fiscales, auditores o magistrados sin independencia
que fueron designados por los gobernadores para que les cubrieran las espaldas;
e incluso leyes locales que fueron falsificadas —como en el caso de la Ciudad
de México, cuyas leyes anticorrupción fueron INVALIDADAS por la Suprema Corte—
o que son contrarias a la normativa constitucional y federal para evitar
verdaderos contrapesos en los estados.
Por su parte, la entrada en vigor de las declaraciones 3
de 3 —también reguladas en la LGRA— fue retrasada más de 3 años, y en esta
administración han existido disputas sobre cuándo puede sancionarse la falta de
veracidad en una de ellas o, en los peores casos, una impunidad deliberada en
favor de los funcionarios que han ocultado bienes en su declaración. Muestra de
lo anterior fueron las polémicas en torno a los casos de Manuel Bartlett
(actual director de la CFE) y Olga Sánchez Cordero (actual secretaria de
Gobernación).
Por último, entre las diversas simulaciones que pueden señalarse
en estas reformas, está la supuesta ciudadanización del combate a la corrupción
y la falsa contraloría social que se estableció. En realidad, de los 7 miembros
que conforman el Comité Coordinador del SNA —su órgano máximo—, sólo uno es
ciudadano y es constantemente bloqueado por los representantes del gobierno. El
Comité de Participación Ciudadana ha tenido poca participación en el sistema.
Este comité está limitado, normalmente, a hacer foros de difusión sobre la
agenda anticorrupción o unas pocas evaluaciones de política pública que podrían
ser realizadas por académicos o miembros de la sociedad civil. Por otro lado,
no ha existido una verdadera contraloría social —por lo menos, no gracias a
esta reforma, sino, en todo caso, a otras, como la reforma constitucional en
materia de transparencia de 2014—, ya que constantemente se le CIERRAN LAS
PUERTAS a los ciudadanos que quieren participar en el combate a la corrupción.
Conclusiones
El debate acerca de qué es mejor para acabar con la
corrupción, si lograr una gran explosión para acabar con ella de golpe o
implementar pequeñas reformas paulatinas para alcanzar el objetivo, parece
estar lejos de lo que ha sucedido en México en los últimos años.
En primer lugar, las omisiones anteriores reflejan la
falta de una consenso social y político sobre los medios y los fines por los
cuales combatir la corrupción. Lo que se hizo en un sexenio se ha tratado de
retrasar o deshacer en otro. Esto manda una señal muy peligrosa: que el combate
a la corrupción es una agenda política que depende de cada gobierno y, por lo
tanto, que lo que fue ilegal en un sexenio puede ser olvidado en otro. En
segundo lugar, las conductas anteriores también reflejan una falta de compromiso
con el estado de derecho. De nada sirve tener normas jurídicas buenas que no
van a ser implementadas. La gran divergencia que existe entre normas de jure y
normas de facto amenaza la eficacia de todo el Derecho y destruye cualquier
esperanza de construir una cultura de la legalidad, pues la voluntad de los
ciudadanos de cumplir la ley depende de su confianza de que otros también lo
hagan. En tercer lugar, la lentitud con la cual se han implementado diversos
puntos de la reforma ha creado oportunidades innecesarias para que grupos de
interés coopten espacios que en principio debían ser destinados a los más
interesados en combatir la corrupción, la sociedad civil.
Todos estos vicios pueden producir el mal social más
dañino de todos: la desesperanza de ciudadanos que piensan que la reforma no ha
servido de nada y que todos sus esfuerzos fueron en vano. Una sociedad que
piensa que la corrupción no tiene solución ha caído en una verdadera trampa sin
salida, por lo menos hasta que no se cambie esa creencia.
Mauricio Guim es profesor en el ITAM y Miguel Alfonso
Meza (@MiguelMEzaC) es miembro del Despacho de Investigación y Litigio
Estratégico de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad.