Raymundo Riva Palacio.-
Hace una semana se llevó a cabo la cena de la humillación
pública. No podría describirse de otra forma ese evento donde el presidente
convocó a decenas de empresarios a cenar bajo la mirada de la jefa del SAT, ni
cuando al tradicional menú tabasqueño de tamal chipilín y chocolate, se le
añadió atole, que no se bebe en Tabasco. El presidente Andrés Manuel López
Obrador les dio atole con el sorteo del avión presidencial, y los obligó
políticamente a cooperar con millones de pesos. La presencia de Raquel Buenrostro,
la jefa de la policía fiscal fue el incentivo perverso. No se sabe cuántos
empresarios fueron, o cuántos cancelaron. Muchos acudieron por miedo; otros que
dejaron sus sillas vacías, desafiaron la represalia.
Todos dijeron que había sido una cena que demostró que
pueden trabajar mano a mano empresarios y presidente. Dudoso. La cooperación
voluntaria, como se planteó, tenía en la figura de Buenrostro la
obligatoriedad. De cualquier forma, la imagen pública de los empresarios quedó
muy maltrecha, y les provocó fuertes críticas en la prensa por lo que se vio
como una genuflexión ante López Obrador. La forma como varios de ellos lo
procesaron internamente, es distinta. Ante un gobierno de símbolos, aprendieron
de semiótica. Risas y abrazos no concretan inversiones. Sin inversión privada –
tiene el 92% de las nóminas del país-, no hay crecimiento. Sin crecimiento, el
gobierno se está hundiendo y no podrá hacer satisfacer a sus clientelas
electorales ni mejorar el bienestar de los mexicanos.
Las maneras civilizadas que emplearon no ocultan la
dialéctica de esa relación. El Presidente tiene un resentimiento social con los
empresarios, y los desprecia. Incluso de Carlos Slim, que se suponía cercano
hasta hace no mucho, ha tenido comentarios majaderos. El presidente no lo ve
como un agente económico que puede mover el PIB, sino como un capitalista que
puede someter. Así piensa López Obrador de la clase empresarial, como parásitos
del gobierno al cual ahora deben retribuirle.
Las muestras de su desdén se encuentran en la forma como
frasea sus acciones. Por ejemplo, la cancelación de la obra del aeropuerto en
Texcoco fue un acto de poder que poco tiempo después verbalizó: los empresarios
ya no gobiernan el país. Con muy pocas excepciones, se maneja con los empresarios
como el Doctor Jekyll y el Señor Hide, donde un día habla bien de ellos y al
otro despotrica contra ellos. Los usa y luego los desecha. Un caso es el tema
de la inversión en el sector energético -anuncio que se ha venido posponiendo-,
donde dice que se abrirá a proyectos con el sector privado, pero sube un spot
donde pide a los mexicanos que sólo compren gasolina en los establecimientos de
Pemex, socavando la propia ley de Competencia y animando al monopolio estatal.
La cancelación de Texcoco es considerada como el tiro de
gracia en la confianza empresarial, aunque en realidad no fue ahí cuando se
desaceleraron las inversiones, que existen todavía de manera inercial o por los
rendimientos de las tasas. El sector privado comenzó a tomar precauciones
cuando menos desde el 1 de julio de 2018, cuando López Obrador ganó la
elección, y dejaron de invertir. Esto produjo su desaceleración y el principio
de los problemas económicos que vive ahora. No fue lo único.
Sin ver el entorno en ese momento, su candidata
presidencial para el 2024, Claudia Sheinbaum, como jefa de Gobierno en la
Ciudad de México, frenó toda la obra en la capital. Paró el motor de la
economía mexicana sin pensar en las consecuencias. Se puede argumentar que una
de las razones del muy mediocre comportamiento de la economía de López Obrador,
se lo debe a ello. Hace alrededor de un mes, Sheinbaum quiso restablecer sus
relaciones con los desarrolladores y decirles que invirtieran. La respuesta fue
que no, porque las condiciones ya habían cambiado y se habían ido a trabajar
fuera del país. Salió enfurecida de la reunión.
La percepción de la genuflexión ante el presidente es
incorrecta en la mayoría de los casos. Desde 2018 han sacado miles de millones
de dólares ante los temores de una acción de fuerza presidencial donde les
congele sus dineros. Varios de ellos también le han tomado la medida. El
último, Germán Larrea, quien, a petición del presidente, el martes regresó la
concesión de la mina de Pasta de Conchos, porque se ha comprometido a que
reiniciará la búsqueda de los cuerpos de 65 mineros que murieron ahí hace 14
años. López Obrador lo tomó como una victoria, pero es una manzana envenenada.
Esa mina era de carbón, por lo que la explosión muy probablemente desintegró
los cuerpos en su interior. Rescatarlos será, cuando menos en la mayoría de los
casos, inútil, porque ya no hay cuerpos. Pero ante la necedad y presión del
presidente, Larrea le regresó la concesión casi diciéndole “buena suerte”.
El empresario le transfirió el problema al Presidente y
se lo quitó de encima. Los constructores se fueron a desarrollar a otras partes
del mundo. Otros empresarios han invertido sus porcentajes de inversión entre
México y el exterior, y muchos dejaron sólo el dinero para mantener la
operación de sus empresas. El presidente cree que los ha dominado con amenazas,
pero lo único que logró es que se adecuaran a las nuevas condiciones, que lo
apoyen con palmaditas en la espalda y pagarán por ver.
López Obrador termina su mandato en 2024; ellos no tienen
mandato finito. Ya verán qué país queda para entonces. O, como alternativa, el
Presidente puede modificar su política de terror e imposición y que trabaje con
ellos, sin dejar de ser quien tome la decisión final sobre el rumbo de la
nación.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Twitter: @rivapa