Carlos Ramírez.-
WASHINGTON, D.C.- La estrategia de la oposición demócrata
y el stablishment liberal ha estado perdiendo el tiempo más de dos años en su
lucha contra Donald Trump: su argumentación es ideológica en una sociedad del
consumismo y el confort, con votantes rencorosos contra el Estado y con el uso
de fondos públicos para instituciones progresistas que sólo benefician a unos
pocos.
En el 2016, como para explicar el ascenso y victoria casi
segura de Trump, la socióloga Katherine Kramer publicó su investigación The
Politics of resentment o La política del resentimiento: los votantes de condado
estaban irritados con el abuso de gasto de los funcionarios liberales usando
los recursos fiscales del pueblo. A esos votantes apeló Trump y todavía esos
votantes podrían responderle en el 2020, sí sobre todo los demócratas y
liberales siguen combatiendo a Trump por conservador.
La vida política cotidiana en la capital de la nación en
nada ha cambiado de los tiempos de Clinton, Bush y Obama. Como que hay dos
niveles: el de los que viven/discuten/padecen la política y el del ciudadano
que mide sus simpatías por su empleo y poder de compra y por su lectura
tangencial sobre la lucha por el poder. Hasta ahora Trump se ha visto beneficiado
con un crecimiento sostenido de la economía.
Hay un curioso escenario que sólo puede leerse con
frialdad y desapasionamiento: los ardores que despierta Trump en una parte de
la sociedad, sobre todo porque no se ciñe a los viejos protocolos de la
estabilidad política; y la realidad de los equilibrios de poder que tienen que
ver como una política vista a distancia. Trump ha perdido batallas, pero no
votos; y ha ganado posiciones, pero no votos. Trump puede ganar la candidatura
republicana para la reelección y volver a dar el campanazo en las votaciones,
sin que se deba a su proyecto político e ideológico, sino a su tenaz capacidad
de supervivencia que no se había visto desde Ronald Reagan (1981-1989).
Las recientes afirmaciones en el sentido de que el dictamen
final del investigador Robert Mueller o las de la líder demócrata Nancy Pelosi
de que no se iba a juzgar la destitución de Trump sino el uso del poder para
obstaculizar investigaciones ha desencantado a los sectores duros de los
demócratas y de los libérales que ya veían a Trump siendo destituido por el
Congreso o por la 25 Enmienda Constitucional que permite que la mayoría del
gabinete declare incompetente al presidente.
Los equilibrios políticos tradicionales, pendulares, de
la política estadunidense han sido destruidos por Trump, seguidores y
adversarios. A Trump le han tundido con todo, quizá como punto culminante el
libro Full Disclousure --Toda la revelación, en traducción libre-- de la actriz
porno Stormy Daniels, que había tenido sexo pagado por Trump y que nunca se
pudo colocar como tema de debate político. Pero es ese libro la actriz --que ha
ido perdiendo sus demandas contra Trump-- “revelaba” el supuesto tamaño del
miembro sexual del presidente.
O el reciente caso de la publicación de fotos que
indicarían que en algunos eventos Trump no asiste con su esposa Melania sino
con una doble llegó a provocar ya aclaraciones de fuentes de la Casa Blanca.
La estrategia de polarización social y política promovida
por los demócratas y liberales ha fallado porque los estados de ánimo de la
sociedad son otros y no afectan simpatías políticas. Trump ha visto sostener
sus bonos políticos al enfrentar él sólo --bueno: él y su twitter-- a la guerra
de declaraciones con los demócratas y liberales. En el fondo, esa batalla nada
tiene que ver con proyectos de nación o estrategias de desarrollo.
Trump es un político astuto, sin límites en su defensa;
sabe del poder mediático de la Casa Blanca. Sólo él se importa y no ser tienta
el corazón en sacrificar a quien sea. Al final, comprende que para los otros es
más importante el poder de la Casa Blanca que los pruritos morales; mucha gente
ha aceptado las humillaciones de Trump o se ha ido convirtiendo al estilo
atrabancado de Trump para ejercer el poder.
Lo que antes definía triunfos y derrotas políticas --la
política exterior y la política de defensa-- sigue sin modificarse, salvo por
ajustes de la circunstancia: Afganistán, Irán e Irak van como siempre, Corea
del Norte en un platillo que hubieran querido los demócratas Obama y Clinton,
Venezuela ha aglutinado a los republicanos, el repliegue en Cuba reconstruyó el
lobby cubano, la defensa de Israel como aliado quitó el juguetito a los
demócratas.
Trump es lo que es: racista, supremacista, puritano de
siglo XVII, ultraderechista, reaccionario, anti derechos civiles y lo que
quieran agregarle. Pero tiene adversarios liberales que insisten en esos
valores como crítica, cuando se trata justamente de productos políticos que
tienen muchos seguidores en los EE. UU. El problema lo detectó muy bien Trump:
el liberalismo se construyó con gasto público social. Y con astucia Trump no
liquidó leyes sociales --el aborto, por ejemplo--, sino que le quitó subsidios
públicos.
Y aquí se está dando otra batalla radical: el debate a
favor del socialismo como confrontación a Trump --los demócratas Bernie Sanders
y Ocasio-Cortez--, lo que ha provocado el pánico en la derecha conservadora no
radical que ha tenido que irse alineando a Trump. Se trata, claro, de un
socialismo social, no comunista, eso sí contra los ricos, con mayores programas
sociales y gasto, mayor Estado, justo los puntos que han centrado el
conservadurismo de Trump.
Este año será de guerra de posiciones. Y la batalla real
estará en el 2020: candidatura, campañas y elecciones. Ahora sí, la madre de
todas las batallas.
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