Raymundo Rivapalcio.-
Sin aspavientos, con la cautela de un político
florentino, Marcelo Ebrard ha ido avanzando y conquistando terreno en el
traicionero laberinto donde se mueven los distintos equipos del presidente
Andrés Manuel López Obrador. Personaje para observar y seguir, Ebrard ha
cuidado las formas con el presidente, sabedor de lo difícil que es
contraponerse a sus ideas, y lo fácil que es que los mande a hibernar por
largas temporadas porque cuestionan sus decisiones. Al mismo tiempo, ha ido
acomodándose dentro de un equipo por años homogéneo y poco refractario a
quienes no han sido parte del kitchen cabinet de López Obrador, y en donde
algunos cercanos en la vieja izquierda social lo ven con suspicacia.
Ebrard ha trabajado para revertir las intrigas palaciegas
del lópezobradorismo, a partir de la discreción, paciencia y resultados. Lo
último fue el alto número de dignatarios que asistieron a la toma de posesión
de López Obrador, y la forma como negoció con Estados Unidos y Venezuela para
que evitar que pasaran por situaciones incómodas o de potencial confrontación.
Con el presidente Nicolás Maduro la negociación fue directa. Era invitado
oficial, como jefe de Estado de un gobierno con quien se tiene relaciones
diplomáticas, pero lo encapsularon para garantizar su seguridad y limitar su
exposición pública.
Maduro voló a la Ciudad de México aceptando que su avión
tocaría tierra ya en marcha la ceremonia de toma de posesión, con lo cual se
construía la explicación que había llegado tarde. Con la delegación
estadounidense, con cuyo gobierno se están cultivando relaciones más intensas y
dispuestas a todo, como no se veía hace mucho tiempo, la negociación fue que
toda la comitiva de un centenar de personas, tendría espacio en el restringido
lote de butacas dentro de San Lázaro, pero que el vicepresidente Mike Pence,
los secretarios de Seguridad Interna, Kirjskten NIelsen, y Energía, Rick Perry,
así como la hija del jefe de la Casa Blanca, Ivanka Trump, no irían a la comida
que ofrecería el presidente a los dignatarios, sino que tomarían el avión de
regreso a Washington, sin cruzarse con Maduro. Salió perfecto, y el costo
político de la invitación a Maduro se minimizó.
López Obrador le ha dado manga ancha a Ebrard para mover
la Secretaría de Relaciones Exteriores de acuerdo a los intereses estratégicos
que concibe para la nueva administración, y él ha operado de forma inteligente.
Por ejemplo, esperó hasta el último momento el acuerdo con el presidente electo
para designar subsecretarios, y logró que López Obrador le mantuviera, como a
ningún otro civil, toda la estructura de gobiernos previos sin imponerle a
ninguno de los principales cuadros. Además, fue el único secretario que nombró
a su equipo de administración, sin que el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa,
designara a alguien de su confianza, como hizo en las demás dependencias
civiles.
Ebrard ha ido ganando terreno con López Obrador,
acelerado al haber sido quien le tradujo lo que se estaba negociando en
Washington con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, luego de
tejer una buena relación profesional con su antecesor, Luis Videgaray, con
quien tenía recelos porque creía que como secretario de Hacienda, había
impulsado la investigación federal en su contra, que lo forzó a un auto exilio.
Aunque un amigo en común le explicó a Ebrard que no había sido Videgaray sino
otros funcionarios en el gabinete político del ex presidente Enrique Peña Nieto
quienes querían llevarlo a la cárcel, la desconfianza del hoy canciller nunca
desapareció. Sin embargo, su relación fluida ayudó enormemente en los momentos
críticos de las negociaciones, al ser el puente con López Obrador y su emisario
para que los mensajes del entonces presidente electo, llegaran a la mesa de los
negociadores y se incorporaran en la redacción del acuerdo final.
La audacia política de designar a Jesús Seade
subsecretario para América del Norte, luego de que había rechazado una
subsecretaría en Economía, busca perfilarlo para llevar la relación directa
cotidiana con la Casa Blanca y el Departamento de Estado, con lo cual pretende
neutralizar a la única imposición, Martha Bárcena, diplomática de carrera
ampliamente respetada en el Servicio Exterior, como embajadora en Washington, y
a quien relegará para atender únicamente los asuntos consulares de protección a
migrantes mexicanos. No tenerla de aliada puede ser el único error de Ebrard,
al ser la experimentada embajadora tía política de Beatriz Gutiérrez Müller, la
influyente esposa de López Obrador.
Ebrard ha tomado la experiencia de Videgaray en el
gabinete de Enrique Peña Nieto, aprovechar su peso dentro del gabinete y
experiencia política, para modificar políticas en otras áreas que pudieran
afectar la relación bilateral con Estados Unidos. Sus entrevistas con el
secretario de Estado, Mike Pompeo, donde se habló de que México mantuviera en
su territorio a centroamericanos que esperan asilo político en Estados Unidos,
que modifica las políticas de ambos países en beneficio de Washington –ni
siquiera construyeron albergues para los centroamericanos en territorio
estadounidense-, y la creciente relación con Nielsen en el mismo contexto, lo
colocó por arriba de los secretarios de Gobernación y Seguridad, Olga Sánchez
Cordero y Alfonso Durazo, invadiendo sus áreas de competencia para alinear esas
políticas a los intereses estratégicos de López Obrador.
Esos intereses están perfectamente claros. Sabedor el
presidente López Obrador de que una mala relación con el presidente Donald
Trump es lo único que puede generarle serios problemas para llevar adelante su
proyecto de nación, no quiere que nada pueda provocarlos. Esa es la encomienda
a Ebrard, que entre más la cumpla, mayor fuerza acumulará dentro del gabinete
presidencial, como ha sido hasta ahora.