![]() |
FOTO: INTERNET |
Raymundo Rivapalacio.-
En 17 años, desde que el entonces subdirector de Pemex, Juan
Bueno, denunció por primera vez que estaban robando combustible de los ductos
de la empresa, las cosas cambiaron significativamente. No sólo porque de
aquellos ingresos criminales de dos mil millones de pesos anuales se fueron en
2016 a 30 mil millones, sino porque el tejido social en decenas de comunidades
por donde atraviesan los ductos de Pemex, se transformó radicalmente. El
trabajo en el campo, lavando excusados o limpiando pisos fue cediendo ante la
construcción de estructuras criminales. En la zona huachicolera, que se
extiende por seis municipios en Puebla, los jefes de familia se integraron a
las bandas criminales, sus hijos mayores a las legiones de halcones, y los
niños y las mujeres, contribuyeron a los ingresos de la casa ofreciéndose como
escudo cuando los militares y las policías quisieran intervenir y frenar el
negocio.
La forma como un pueblo se mezcló y se convirtió en uno
mismo con los grupos criminales, se vio durante dos enfrentamientos este mes en
Palmarito, una comunidad que se encuentra en esa región, donde decenas de
pobladores se enfrentaron a militares que vigilaban la zona y mataron a cuatro
en un primer incidente. Dos días después emboscaron un convoy del Ejército porque
quería decomisar varios vehículos donde transportaban combustible robado. Una
buena parte del pueblo participó para defender sus intereses económicos, como
lo había venido haciendo a lo largo del año ante los intentos de la policía
poblana de frenar el robo de combustible, como parte de una acción estatal y
federal no anunciada, respuesta al desbordamiento de un problema que estaba a
punto de alcanzar una nueva dimensión, como sucedió en mayo con el asesinato de
soldados.
En marzo, a las acciones de las fuerzas de seguridad se
sumaron dependencias a las que se había mantenido al margen del combate a los
criminales que ordeñan los ductos. Por primera vez se desdoblaron los esfuerzos
y se comenzó a combatir el delito buscando a los que hacían florecer el negocio
del combustible robado. Ese mes el SAT comenzó a revisar los manifiestos de
compra y venta de combustibles en todas las gasolineras de la región
huachicolera, y se reforzó el envío de fuerzas de seguridad a esos seis
municipios que se conocen como el Triángulo Rojo. Nadie se inhibió ni arredró
ante la llegada del Ejército. No había razones.
Durante el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, la
tolerancia al robo de combustible había detonado el negocio ilegal. En 2013, al
arrancar el sexenio, el robo de combustible ascendía a 11.9 millones de
barriles anuales, que se fue a 20.5 millones de barriles para mayo de 2016, y
subió dos millones de barriles más en septiembre. Para dar una idea de la
magnitud del negocio, los criminales vendían a la orilla de las carreteras o en
las comunidades huachicoleras, el litro de combustible entre 7 y 9 pesos, que
generó el año pasado un ingreso de 143 millones de pesos, lo que significó que
cada dos días, con la estimación mas conservadora, se extraía combustible de un
ducto en esa zona.
El Triángulo Rojo, que hace a Puebla el principal estado en
robo de combustible, fue un campo abierto para los criminales durante los dos
últimos años: de 560 tomas clandestinas que había en 2015, se fueron a mil 105
al año siguiente. De ese total, en Tepeaca, Palmar del Bravo y Quecholac, a
donde pertenece Palmarito, fue donde más incidentes de ordeña de ductos se
dieron. Ellos son tres de los seis principales puntos en el país donde se
concentra la actividad criminal. Altamira, Irapuato en el ducto
Salamanca-Aguascalientes-Zacatecas, y una vez más en Irapuato, en el ducto
Salamanca-León, forman al resto del grupo donde se dieron los puntos de mayor
ordeña de combustible: 268 ordeñas –el registro más alto del país-, 146 en el
ducto hacia Zacatecas, y 136 en el que va a León, respectivamente.
El gobierno tiene desde hace tiempo el atlas de incidencias
en la ordeña de combustible, que se concentra en ocho estados, Puebla,
Guanajuato, Tamaulipas, Veracruz, México , Hidalgo, Jalisco y Michoacán, pero
no hizo mucho por reforzar la seguridad, ni por impedir que el tejido social se
fuera deteriorando. Los pobladores en esa zona se quejaban de su precariedad y
la falta de oportunidades, pero no los escucharon. Los criminales encontraron
una tierra fértil para sumarlos al negocio. Quienes participaban directamente
en la ordeña ganaban 40 mil pesos mensuales, y los jóvenes y niños que servían
de halcones, 12 mil. Las bandas criminales que emergieron como las más
violentas en la zona huachicolera, Los Negros y Los Marranos, no querían ojos
extraños que registraran sus pillerías y le pusieron precio a sus cabezas: por
cada periodista muerto les pagarían 12 mil pesos. Los periodistas denunciaron
las amenazas, pero sin acciones para defenderlos, dejaron de informar ante la
ausencia de condiciones de seguridad.
La muerte de cuatro militares cambió el metabolismo
institucional. Cuatro soldados muertos en Palmarito y el enojo del general
Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa, lograron lo que un patrón de
muertes y la putrefacción social en el Triángulo Rojo no habían conseguido: que
ese delito, problema de seguridad nacional, se tomara en serio. Fue una
reacción tardía pero indispensable. El rompimiento del tejido social llevó a
comunidades enteras al lado de los criminales, ante el abandono de los
gobernantes, aunque no está claro cómo se pueda revertir.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa