Ramón Alberto Garza
Perdón por la insistencia, pero el caso Odebrecht está
dejando de lo más mal parado al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto.
El discurso anticorrupción que con tanto fervor se abrazó
tras los conflictos de interés despertados por la compra de la famosa Casa
Blanca está rodando por los suelos.
Y es que lo que podría convertirse en una sólida
reivindicación de la moral nacional se exhibe hoy con la confesa corrupción de
la constructora brasileña en Pemex, como un entramado de encubrimientos y
sospechas hacia el gobierno mexicano.
Pasan las semanas desde que se conocieron a detalle las
confesiones del Presidente y director general, Marcelo Odebrecht, así como de
77 de sus ejecutivos, y los casos avanzan en media docena de países
latinoamericanos, menos en México.
El gobierno de Perú ya nos dio una lección de que cuando se
quieren hacer las cosas, se hacen, al anunciar una serie de medidas
anticorrupción.
Todo después de descubrir que el expresidente Alejandro
Toledo habría recibido 20 millones de dólares de sobornos de los brasileños.
Y, sin pensarla dos veces, el presidente peruano Pedro Pablo
Kucksinsky emitió un decreto en el que asume cinco acciones clave para combatir
la corrupción en su gobierno.
Uno, vetar de por vida dentro de cualquier obra pública a las
empresas corruptoras. Dos, cancelar de por vida sus carreras políticas a los
funcionarios corruptos. Tres, licitaciones con obligada cláusula
anticorrupción. Cuatro, triplicar el presupuesto de la fiscalía para combatir
la corrupción. Y, cinco, un sistema efectivo de recompensas para funcionarios y
ciudadanos que denuncien actos de corrupción.
Lo curioso es que en Perú tomaron en serio las denuncias de
Odebrecht, investigaron y el escándalo alcanzó al mismísimo expresidente
Alejandro Toledo, ahora prófugo para evadir la sentencia de 18 meses de prisión
preventiva.
Para todo fin práctico, Perú se convierte en la única nación
del continente en condenar por corrupción a dos de sus expresidentes: Alberto
Fujimori, todavía en prisión, y ahora Alejandro Toledo.
Mientras tanto en México apenas despertamos, muy tardíamente,
al caso Odebrecht, enviando esta semana al nuevo procurador Raúl Cervantes
Andrade a Brasil para recolectar y contejar los informes.
Hasta ahora se ubican en un solo funcionario de Pemex quien habría
recibido presuntamente 10.5 millones de dólares para favorecer a la
constructora brasileña con un contrato.
Las presunciones se centran, por el monto del soborno, en la
licitación de la segunda etapa del gasoducto Los Ramones, que sirve a la zona entre
Monterrey y San Luis Potosí, y que significó un contrato por mil 200 millones
de dólares. Nada depreciables.
También está pendiente el informe que sobre el caso viene
prometiendo hace semanas la exprocuradora y ahora secretaria de la Función
Pública, Arely Gómez, quien debe estar consciente de que la liga ya no se puede
estirar más. Tiene que dar resultados inmediatos o la convertirán en una nueva
versión de Virgilio Andrade.
Por eso insistimos en que el escándalo Odebrecht en México
debe revelarse tan pronto como esta misma semana. Y aquí sí, sea de la anterior
o de la actual administración, que caiga quien caiga.
El presidente Enrique Peña Nieto tiene la responsabilidad del
último empujón, para recuperar el prestigio perdido. O alguien desde afuera se
lo hará estallar.