Focos rojos en la 4ª-T: Crisis en cambio de régimen

 Carlos Ramírez

El argumento de la Cuarta Transformación como un cambio de régimen fue el eje de la campaña presidencial del 2018. Pero hoy los focos de alarma se han prendido porque el proceso de cambio político entró en una zona de incertidumbre por la pérdida de espacios políticos en el sistema mexicano de toma de decisiones legislativas y por la falta de apoyo popular hacia decisiones clave de la administración morenista.

Si uno de los problemas graves de una transición –siguiendo a Gorbachov–estaba en deshacer el viejo régimen sin haber instalado el nuevo, los problemas se complican cuando se líquida la estructura del viejo régimen sin tener pensado un nuevo régimen de recambio disponible en el corto plazo.

Ante la acumulación de problemas, el viejo sistema político encontró desde el principio –quizá desde 1917– el dilema de revolución o reforma; la primera implica –siguiendo a Tocqueville– la destrucción del viejo régimen productivo-político para configurar nuevas relaciones sociales y políticas entre las clases sociales. La reforma, en cambio, es un modelo de adecuación del funcionamiento del sistema sin romper acuerdos, entendimientos y correlaciones de equilibrio.



La propia Revolución Mexicana no fue, en sentido estricto, una revolución, porque se agotó en el relevo de elites y en un modelo de desarrollo basado en la continuidad histórica desde la independencia de 1810. Más aún, debe debatirse el hecho de que la Revolución Mexicana fue la consolidación del liberalismo juarista de capitalismo económico con defensa de las clases no propietarias. Inclusive, el régimen semifeudal porfirista duró hasta mediados del siglo 20.

El ritmo de desarrollo mexicano ha sido, de manera estricta, reformista y se basa en la existencia de un Estado con autoridad para regular las relaciones de producción y para estabilizar el equilibrio del bienestar social. Aún en sus fases populistas, el régimen mexicano fue siempre capitalista y su éxito social se basó en una estructura de distribución de los beneficios de la riqueza a través de políticas públicas estrictas. E, inclusive, el modelo neoliberal de Carlos Salinas de Gortari tuvo su punto de equilibrio en el Programa Nacional de Solidaridad para eludir el capitalismo descarnado.

La propuesta del presidente López Obrador ha sido la de cambio de régimen. Sin embargo, se ha tratado de una confusión de conceptos. El régimen es la estructura de instituciones para administrar una sociedad. Y el régimen mexicano es republicano, federal y social. En todo caso, la propuesta presidencial sí alcanzaba para un cambio de sistema político en tanto el colapsado en el período 1968-2018 estaba determinado por la élite que ganó la revolución.

El eje central del viejo régimen político estaba estructurado por el triangulo de poder definido por sus tres vértices: el poder absoluto del presidente de la República, el partido como el sistema en cuyo seno el presidente de la república distribuía los beneficios del poder y la política de bienestar social como consenso y legitimación de funcionamiento del Estado.

Hoy, el sistema presidencial como tal no alcanza para funcionar como autoridad superior y única, el PRI está liquidado y Morena no es un partido-sistema porque carece de una estructura corporativa y representativa de la lucha de clases y la vieja política social de beneficio totalizador para todos los mexicanos no alcanza siquiera para atender a los más pobres y las cifras de desigualdad social revelan el fracaso de este sistema político priista.

Buena parte del consenso que logró el grupo cardenista que inició la rebelión sistémica en 1985 y que recogió López Obrador como la figura con liderazgo para encabezar un cambio de sistema/régimen/Estado se está fragmentando y desgastando por la falta de centralidad de gobierno en el cambio de la estructura de la república.

En este contexto están haciendo crisis las últimas instituciones reformadas que le habían dado una salida institucional a la nueva movilidad de clases dirigentes. De ahí que existe la percepción de que el modelo de transición a la mexicana de 1988 y su batería de reformas para incluir organizaciones sociales en estructuras del sistema de toma de decisiones está dejando de funcionar por la perversión de las mismas instituciones y la ausencia de un liderazgo para el cambio político. El modelo presidencial actual no es uno identificado con el cambio de régimen o de sistema, sino una propuesta, válida y por cierto necesaria, de reconstrucción del Estado como el verdadero rector del modelo de desarrollo y sobre todo administrador de los mecanismos de distribución del bienestar social entre las clases no propietarias.

Las últimas cifras del INEGI y del CONEVAL revelan el colapso del sistema social como consecuencia del agotamiento del modelo de desarrollo y ambos se incorporan como elementos adicionales a la crisis del sistema/régimen/Estado.

De ahí la importancia de interpretar con profundidad la etapa actual de la crisis de México: a la política se suma la de bienestar y también se agrega la de la ineficacia en la conducción de las reformas necesarias.

En este contexto, nos encontramos no sólo ante la ineficacia en el funcionamiento de la república, sino que no existe una propuesta de reforma integral. La oportunidad de esta gran reforma la tuvo Morena, pero los últimos indicios señalan que carece de la crisis le quedó muy grande.

 
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