Pablo Hiriart.-
Si tuviera que hacerle un regalo navideño al Presidente –un político de formación cristiana–, le llevaría Castellio contra Calvino, de Stefan Zweig.
En realidad lo regalaría a todos, en esta época crucial e ingrata.
A los opositores, que necesitan recordar contra qué se enfrentan.
Y a los teólogos del odio que zumban como abejas en los jardines de Palacio Nacional.
Se trata del juicio a Miguel Servet (1536), quemado en la plaza pública de Champel, Ginebra, por órdenes soterradas de Calvino, un intolerante a la opinión libre. Sebastián Castellio escribió en su defensa y pagó las consecuencias.
Reproduzco algunas líneas tomadas del libro de Zweig, que publicó Acantilado.
Le exige Castellio a Calvino: “Concede a todos, como reclama san Pablo, el derecho a hablar y escribir, y pronto reconocerás lo que es capaz de hacer en la tierra la libertad, una vez redimida de la coacción…”
Castellio “quiere cuestionar, de una vez por todas, el que un hombre o un partido reivindiquen el derecho a decir: nosotros somos los únicos que conocemos la verdad y cualquier otra opinión es un error”.
Los fanáticos, en todos los tiempos, tienen el mismo perfil. Zweig lo ejemplifica en Calvino y sus seguidores:
“Las naturalezas autoritarias ven siempre en los pensadores independientes a contrincantes insufribles…”.
“En medio del general servilismo adulador, ha reconocido al eterno adversario de cualquier dictadura: al hombre independiente…”
“La humanidad que sucumbe ante lo sugestivo jamás se ha sometido a los pacientes y justos, sino únicamente a los grandes monomaniacos que tuvieron el valor de anunciar su verdad como la única posible, y su voluntad, como la fórmula de la justicia en el mundo…”
“Cada época escoge siempre a un grupo de desdichados (conservadores, científicos, médicos, periodistas de pasquines –digo–) para descargar sobre ellos el odio colectivo represado… Las consignas, los pretextos, cambian, pero los métodos de la calumnia, el desprecio y el exterminio son siempre los mismos”.
Sin embargo, el autor explica enseguida, “un hombre de espíritu no debe nunca dejarse cegar por ese susurrante tribunal de la insidia, ni dejarse arrastrar por el furor de los instintos de la masa”.
Castellio –un cristiano que rehúye del ruido efímero de la popularidad, del protagonismo y del pleito– le dice a Calvino: “Al reflexionar acerca de lo que en definitiva es un hereje, no puedo sino concluir que llamamos herejes a aquellos que no están de acuerdo con nuestra opinión”.
Y Zweig nos ilustra: “Forma parte de la tragedia de todos los déspotas el que teman más aún al hombre independiente una vez que le han debilitado desde el punto de vista político y le han hecho enmudecer. No les basta con que calle, con que tenga que callar. El simple hecho de que no diga ‘sí’, de que no les sirva y se humille ante ellos, que no forme parte activa del rebaño de aduladores y siervos, hace que su existencia, el mero hecho de que aún exista, sea para ellos un motivo de disgusto…” .
Calvino “ha cometido un abuso contra el derecho divino, que ha concedido a cada hombre un cerebro para que piense de manera independiente, una boca para hablar y una conciencia como la última y más íntima instancia moral…”.
“El primer pensamiento de un temperamento tiránico es siempre el de reprimir, censurar y amordazar cualquier opinión contraria…” .
“Una tiranía dogmática surgida de un movimiento en pro de la libertad es siempre más dura y más severa con respecto a la idea de la libertad que cualquier poder hereditario…” .
“… es inútil que los gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y de la tolerancia...” .
Añade Zweig: “Siempre habrá algún Castellio que se alce contra cualquier Calvino, defendiendo la independencia soberana de la opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder…” .
“Qué banal y qué vano resulta por ello todo empeño de querer reducir la sublime variedad de la existencia a un común denominador, así como el dividir de un modo maniqueo a la humanidad en buenos y malos, piadosos y herejes, en obedientes y hostiles al Estado…” .
Es que, frente a la reiterada quimera autoritaria de imponer el pensamiento único, “siempre habrá espíritus independientes que se alcen contra semejantes violaciones de la libertad del ser humano: los objetores de conciencia, los que con decisión se insubordinan frente a cualquier coacción ejercida contra la conciencia… (dispuestos a) defender el derecho a una opinión personal frente a los violentos monomaniacos y a su verdad única”.
Al inicio del libro, Stefan Zweig describe a este fanático de sí mismo, que se repite con otros nombres en la historia, y concluye: “Jamás modificará una palabra esencial, sobre todo si es suya. No retrocederá ni un paso y nunca saldrá al encuentro de nadie… Cualquier intento de apaciguamiento resulta inútil. Sólo cabe una elección: negarle o someterse a él por completo”.
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