Raymundo Riva Palacio
Culiacán, desabasto de medicinas y feminicidios, es la
trilogía de fenómenos que ha sacudido al presidente Andrés Manuel López Obrador
y de la cual no se puede salir. Al contrario. Como en un pantano, entre más
rápido nada, más se hunde. Su último discurso, machacando que detrás de la
convocatoria para el paro nacional de mujeres hay “mano negra” y está
organizado por “conservadores”, es patético, reflejo solo de la incomprensión
de asuntos públicos que no procesa salvo en el marco de su racional
reduccionista y maniquea. La realidad lo está arrollando porque no sabe
afrontarla, mientras su administración se llena de contradicciones.
La más visible fue la de su esposa, Beatriz Gutiérrez
Müller, que primero apoyó a la convocatoria de las mujeres y después se cambió
de bando, en respaldo a una convocatoria antídoto de la primera. El presidente
justificó que ella tenía su propio criterio, lastimándola más: ¿qué buen
criterio cambia 180 grados en cuestión de horas? No era un asunto de criterio,
como mal explicó el presidente, sino de realineamiento político. Pero tampoco
eso saben hacer. El mejor ejemplo, la secretaria de la Función Pública, Irma
Eréndira Sandoval al ridículo auto denigrante para apoyarlo: si hay paro, habrá
tentaciones entre las mujeres de lavar platos. Su capacidad intelectual ha
quedado en entredicho.
Parecería como si el gobierno se empezara a caer en
cachitos. El muro es grande y fuerte, pero ya se le ven los hoyos por todos
lados. En la semana que terminó, tan peor como las anteriores, el jefe de
Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, lo tuvo que descalificar públicamente
ante inversionistas para apelar a que inviertan. “Dejen la ideología en su
casa”, les dijo inútilmente. ¿Alguien lo escucha? La ideología es lo que
impregna el discurso de López Obrador, e impacta la gestión eficiente en su
administración.
Paseo de la Reforma fue bloqueada en la semana por padres
de víctimas del VIH, porque no hay medicamentos, y los padres de los niños con
cáncer se levantaron indignados de una mesa de negociación en la Secretaría de
Gobernación porque les mintieron que sí había. López Obrador acusa a las
distribuidoras de medicinas del desabasto, que en efecto no distribuyen, pero
no por sabotaje, sino porque no hay medicinas qué distribuir. El gobierno
canceló compras, por órdenes de López Obrador desde el año pasado, y personas
de varias edades con cáncer y sida están en riesgo de morir por una política de
austeridad que, como admitió Romo, es “calcutiana”.
Todos los temas le están brincando al presidente y
generando crisis. Junto con la convocatoria se dio la cancelación de un acuerdo
para apoyar a pacientes de mama, que lo metió en otro problema aún sin resolver
plenamente, y el cese del director del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía,
una eminencia mundial a quien López Obrador señaló como eminencia sólo en
corrupción, en un ataque infundado –hasta que prueben lo contrario-, ruin, y
cuyo único antecedente público es la queja de que no tenían medicamentos, como
decía el gobierno que había. La represión y purga contra quien protesta, la
marca de la casa.
Es un gran estudio de caso el de López Obrador y sus
decisiones: un país lleno de desigualdad, corrupción en las más altas esferas y
crecimiento mediocre, empeoró en un año. ¿Cómo lo hizo? No ha resuelto lo
primero, y ha añadido agravantes en su gestión por causas aún sin explicación
clara. La empatía con criminales y desdén con las víctimas, es un patrón de
comportamiento. A los presuntos feminicidas de Fátima los mantuvieron casi 48
horas en prisión sin que hubiera orden de aprehensión, pero a Ovidio Guzmán
López, el hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, lo dejaron libre el 17 de octubre en
Culiacán, porque no tenían orden de aprehensión. No extraña que el embajador de
Estados Unidos, Christopher Landau, regañara hace unos días al secretario de
Seguridad, Alfonso Durazo, porque las muchas reuniones que han sostenido no
llevaron a resultados. “Es francamente deprimente”, le dijo. “Esto no puede
seguir así”.
El presidente ha pasado de estar muy enojado, a también
estar preocupado, de acuerdo con personas que han platicado con él
recientemente. Tiene razón en estarlo, pero debería de ocuparse también. López
Obrador cree que gobernar es pararse hora y media en la mañana en una comparecencia
pública y dar un reporte de gasolineras, de medicamentos, de llevar a miembros
del gabinete a que muestren algunas de las cosas que están haciendo. Pero
también se sube a la Montaña Rusa a responder preguntas relevantes e
intrascendentes, críticas y zalameras, a denostar y difamar, a pelearse y a
retar, como si fuera una pelea en el lodo donde él es igual a todos.
No lo es. López Obrador es el jefe del Ejecutivo
Mexicano, con la responsabilidad de gobernar un país y para todos los
mexicanos. Su misión no es pelearse diariamente con quien sea -hasta con su
propio equipo a veces-, ni pensar que si todos van en sentido contrario a él,
quien tiene el problema son los demás, no él. López Obrador es presidente de la
República, no un pandillero. Debe actuar en consecuencia y gobernar, que es el
mandato que tiene.
Los muros de su gobierno se van a colapsar de seguir la
dinámica de ausencia de autocrítica, sin filtros y confrontación. Si revisara
objetivamente lo sucedido en las últimas semanas, dentro y fuera de Palacio
Nacional, vería la urgencia de actuar diferente a como lo ha venido haciendo.
No se le pide que regrese a las formas del pasado, sino que haga un gobierno
eficiente, incluyente y competente. Un presidente profesional, con un gobierno
profesional. Es lo que se necesita.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Twitter: @rivapa