Raymundo Rivapalacio.-
México es un país con una sociedad desigual, clasista y
racista. La inequidad se amplió con el modelo económico que arrancó a finales
de los 70’s en el Reino Unido ante la múltiple esclerosis del viejo sistema de
la posguerra. Margaret Thatcher, la Dama de Hierro británica, fue implacable
con los sindicatos, provocó la depresión
económica en Manchester y Liverpool, las puertas de la Revolución Industrial, y
acabó con generaciones de obreros. Ronald Reagan siguió en las zonas obreras
del norte de Estados Unidos y luego, la izquierda en Francia y España hicieron
la reingeniería de su economía. En México arribó en 1985 el modelo llamado
neoliberal, donde el entonces secretario de Programación y Presupuesto, Carlos
Salinas, construyó su escalera a la Presidencia.
La desigualdad se acrecentó. El modelo neoliberal
resolvió los problemas macroeconómicos y le dio viabilidad financiera a las
naciones, pero ensanchó la brecha entre ricos y pobres, generando muchos más
pobres que ricos y provocando una distribución deforme de la riqueza. Varias
naciones iniciaron correcciones desde hace una década, sin alcanzar todavía el
objetivo buscado, mientras otras, como México, permanecieron insensibles a
ello. La victoria de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales
y el apoyo social masivo que obtuvo, mostró quién entendió esa realidad y quién
la soslayó.
López Obrador llegó a la Presidencia con su viejo lema,
“por el bien de todos, primero los pobres”, y su llegada a Palacio Nacional los
empoderó. Aún no se ven las reformas fiscales que puedan de manera sólida y
duradera atacar la desigualdad, pero una externalidad sí se ha instalado con
rapidez: el resentimiento social, que está tomando cuerpo activo, hostil y
agresivo, alimentado por un discurso político reivindicatorio, de polarización
de clase y estigmatización: todo el pasado fue corrupto y lleno de privilegios;
hay que erradicarlo.
Las consecuencias abandonaron el mundo virtual y crean
nuevos fenómenos sociológicos. Un botón de muestra lo aportó la periodista
Carolina Rocha en su cuenta de Twitter, al narrar una reciente experiencia en
la Ciudad de México. Escribió:
“Iba rumbo a TV Azteca. Me pasé por distraída y
ensimismada. Tomé por ello el retorno de Periférico Ajusco y volví en U. Vi un
chico que dudó en cruzar frente al coche delante de mí. Bajé la velocidad. Lo
volteé a ver y justo ahí me aventó un vaso con agua en la cara. No supe qué
hacer. Sólo alcancé a gritar (ofrezco una disculpa por escribirlo) ‘hijo de
puta’. Enojada y asustada. No sabía si regresar y lanzarle insultos. Pensé que
quizás era un líquido peligroso. Intentaba captar olores. Tocarme el rostro…
“Sentir si estaba caliente o con alguna alergia. Nada.
Quise llorar. Pero seguí el camino. Ya en el canal me quité el chal que traía y
olí que eran orines. De verdad me pregunto qué motiva a alguien a hacer algo
así. Pues lastima y llena de rabia e impotencia al atacado. JODER. Así de
sencillo. Pero ahora que escribo pienso que no importa que quiso ese muchacho
que no se veía drogado o enfermo. Pienso que la vida me lanzó un despierta.
Abre los ojos. Una cubetada en días en que justamente he estado encerrada en sí
misma. Despierto, pues”.
Carolina Rocha es rubia, educada en escuelas privadas y
trilingüe. Pero también, desde hace más de una década ha hecho un periodismo
con alto contenido social y crítico del priismo y el panismo. Ha viajado por
todo el país dándole voz a quienes no tienen, y visibilidad a los más
marginados. Pocos periodistas en este país han sido tan consistentes y comprometidos
con ese tipo de cobertura periodística. El joven que la atacó muy probablemente
no sabe quién era, ni qué hacia. Simplemente la agredió por lo que pareció que
representaba, de acuerdo con los estereotipos del discurso de la cuarta
transformación. Una situación similar vivió poco antes Danielle Dithurbide,
conductora en Televisa, a quien tras darle el paso a otro joven transeúnte, le
tiró una cubetada de lodo al automóvil.
Si uno se detiene a pensar un momento, ambos jóvenes
realizaron sus agresiones con premeditación. ¿Qué lleva a estos extremos? Hace
poco más de dos años apareció un libro del indio Pankaj Mishra, llamado “La
Edad del Rencor: Una Historia del Presente”, donde argumenta la crisis
universal ocasionada por la privación de millones de personas a los avances
económicos, sociales y políticos de esa era, marginados por el inescrupuloso
capitalismo global. La solidaridad social, agrega, se ha roto, con lo cual se
han creado masas de individuos atomizados cuyos resentimientos se expresan en
repudio de ese orden—aquí identificado como el viejo régimen.
Mishra sostiene que se vive una violencia “endémica e
incontrolable” alimentada por los odios. Es claro el diagnóstico. El fenómeno
es universal. Ni México representa un nuevo fenómeno, ni el presidente López
Obrador es único. Es una figura que se ha sumado a la revolución que vive el
mundo. El contexto y el discurso, como en cada nación en particular, añade
variables. Aquí, se podría argumentar, está sacando lo peor de todos. No lo
quisimos ver a tiempo para corregir. Hace muchos años, Pedro Vargas, un gran
cantante mexicano, bromeaba con crudeza, que para que no lo discriminaran en
Sanborns tendría que bañarse en leche para hacerse más blanco. La humillación,
constante histórica en el resentimiento social.
No hay receta en el libro para enfrentar el fenómeno, que
tampoco es optimista. Pero sus descripciones, información y análisis nos lleva
a reflexionar sobre lo que podemos hacer. Cada uno, en lo individual y
colectivamente, para evitar que esta ola de rencor global nos continúe
arrasando de manera creciente sin darnos la oportunidad para transformar lo que
ya no sirve.