Carlos Ramírez.-
Como la historia se vive por ciclos, el largo periodo
ideológico del socialismo cubano estaría escribiéndose en Venezuela. Del
intento de Ernesto Che Guevara por crear varios Vietnam en América Latina en l
segunda mitad de los años sesentas se pasó a la ola reciente impulsada por
Fidel Castro desde la revolución sandinista de 1979 con su punto culminante en
la operación política del líder cubano en el 2002 para frenar el golpe de
Estado contra el venezolano Hugo Chávez.
Al final, el ciclo cubano que comenzó en 1953 con el
ascenso de la guerrilla estará llegando a su fin: el destino político de
Nicolás Maduro es insostenible, la descomposición criminal del gobierno
sandinista nicaragüense de Daniel Ortega no tarda en estallar y las
reelecciones del boliviano Evo Morales no resisten la institucionalidad
constitucional.
Ninguno de los regímenes socialistas ha sobrevivido porque
al final de cuentas padecieron el síndrome Fidel Castro: revoluciones sociales
que derivaron en dictaduras personales estalinistas, directas o indirectas, sin
liderazgos carismáticos como el del cubano. Los países que tomaron el poder en
nombre del pueblo no supieron construir una institucionalidad socialista. Ni
siquiera Salvador Allende en Chile porque su gobierno fue tomado por los comunistas
y radicales.
El problema ha radicado en que los gobiernos socialistas
latinoamericanos posteriores a la definición comunista del régimen de Fidel
Castro en 1962 nunca pudieron construir una doctrina socialista real. Las
versiones socialistas quedaron en meras caricaturas sin construcción de una
base de clase obrera y la clase media careció de ideología. Y el propio Fidel
lo supo al aceptar las limitaciones de los liderazgos limitados de los
caudillos aunque nunca lo reconoció: el socialismo como dominación proletaria
necesita de una clase obrera sólida. Fidel nunca fue obrero, sino que, a la
manera de Gramsci, construyó su superestructura de dominación cultural. El
fracaso socialista de Cuba radicó en la domesticación de la incipiente clase
obrera.
En el poder, el comandante Hugo Chávez diseñó un socialismo
financiado con dinero del petróleo y con lucha de clases administrada con
concesiones a grandes empresarios. Fue un socialismo de programas sociales
asistencialistas. Cuando el dinero petrolero se terminó, Venezuela entró en una
crisis social y política interna. La muerte prematura de Chávez a los 58 años
impidió la construcción de un escalafón político. Maduro fue un sucesor
improvisado, con un Fidel Castro en 2013 ya cansado y retirado del poder (murió
en 2016) y sin capacidad para construir el liderazgo de Maduro.
La caída de gobiernos autodenominados de izquierda en
Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay y la inminente
terminación de la dictadura de Ortega en Nicaragua han tenido en el relevo en
el poder cubano una disociación continental. Fidel murió en 2016 y heredó
principescamente el poder a su hermano Raúl y éste se retiró del cargo dejando
a un regente civil sin liderazgo, ni ideas propias, ni proyecto de transición.
Sin un Castro en el poder cubano, la influencia de la Revolución Cubana en la
ideología latinoamericana llegó a su fin.
El mapa político de Iberoamérica ha sido oscilante, tomando
en cuenta el ciclo de las dictaduras militares represoras de los setentas. La
crisis centroamericana, ilustrada por las caravanas de migrantes de Honduras,
El Salvador, Guatemala y Haití podrían precipitar más cambios de gobierno. La
ideología socialista ya no alcanza para mover a las masas y todo queda en
programas asistencialistas como en Brasil para cohesionar bases electorales.
Pero en países pobres como Nicaragua, el uso de la represión sustituye las
ideas sociales.
Los giros a la derecha en Iberoamérica han revelado la
existencia de masas que asumen la consciencia de su poder electoral. Y el giro
al populismo en México carece de ideología y se basó sólo en el repudio a la
corrupción priísta y el liderazgo de López Obrador fundado en programas
asistencialistas. Brasil fue un caso aún no estudiado: el liderazgo personal de
Ignacio Lula Da Silva no fue suficiente para mantener a los progresistas en la
presidencia y el voto giró al país a la ultraderecha. En los casos de Brasil y
México se puede observar la dinámica del resentimiento social: contra los
populistas y a favor de los populistas, dos casos extremos.
Venezuela no tiene salida. La crisis económica con
inflaciones increíbles de tasas de millones por ciento, la hambruna y el
autoexilio de millones de personas no pude durar para siempre. El problema para
Venezuela radica en la intromisión de Donald Trump al reconocer al
autodenominado presidente legítimo Juan Guaidó contaminó el proceso de
descomposición por lo intereses imperiales y encareció el apoyo. La geopolítica
imperial de la Casa Blanca tiene su enfoque estratégico en la dominación del
adversario.
De todos modos, Maduro es insostenible: la crisis
económica, la crisis social, el empobrecimiento radical y sobre todo el
escalamiento en el uso de la fuerza represiva militar y de fascios civiles no
podrán capitalizar el apoyo de Rusia, China y países árabes aliados. En los
términos de la guerra fría revividos por Trump, Washington no aceptará un
gobierno pro Rusia, China e Irán en la puerta este de Centroamérica.
Lo malo de este escenario en Sudamérica radica en el hecho
real de que no hay fuerzas sociales y políticas que encabecen una democracia de
relevo, como ocurrió en los ochenta cuando movilizaciones ciudadanas
democráticas echaron del poder a militares represores. La derecha antisocial
ganó en Chile, Argentina y Brasil. Y el populismo mexicano en el poder no va a
gastar su declinante capital político en un apoyo total a Maduro.
Iberoamérica entra en un ciclo de conservadurismo político
con pobreza económica y social.
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