Pablo Hiriart.-
Dicen que en política, si quieres ascender, tienes que
aprender a tragar sapos y sonreír. Es por eso que en estos días tal vez veamos
al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, con una amplia sonrisa.
El viernes de la semana pasada la Cancillería mexicana
evitó, en el seno del Grupo de Lima, que hubiera una postura homogénea de
naciones democráticas de América Latina para condenar la cruenta farsa que
conduce a Nicolás Maduro a asumir por un nuevo periodo la presidencia de
Venezuela.
De catorce cancillerías, 13 estuvieron de acuerdo en
exhortar a Maduro no asumir el cargo. Sólo México lo apoyó.
En estos días Marcelo Ebrard, un político de
conocimientos y de mundo, ha salido a defender el argumento de la “no
intervención” para justificar las peores violaciones a los derechos humanos y
políticos de Nicolás Maduro.
Sabe que la promoción y defensa de los derechos humanos
también está en nuestra Constitución.
Sabe que es una vergüenza para México alinearse con el
régimen venezolano, en contra de la postura de las democracias más sólidas de
Latinoamérica.
Y sin embargo, lo hace. Qué dura es la política.
El egresado de Relaciones Internacionales de El Colegio
de México, el ex subsecretario de Relaciones Exteriores, el ex jefe de Gobierno
del Distrito Federal y ahora canciller, se doblega y se alinea con los Yeidckol
Polevnsky y Alberto Anaya.
Los dirigentes de la coalición gobernante, Morena-PT, son
promotores del socialismo bolivariano de Nicolás Maduro.
Defienden en los foros internacionales a los gobiernos de
Venezuela y Nicaragua contra “la agresión estadounidense”, cuando el agredido
es el pueblo venezolano, víctima de una dictadura impresentable.
El canciller de esa coalición, Marcelo Ebrard, actúa en
consecuencia y le da un respaldo tácito a Maduro en el Grupo de Lima.
Convalida la hambruna de niños por la necedad de un
déspota de perpetuarse en el poder.
Respalda con su silencio que a parlamentarios de la
oposición venezolana se les encarcele por disentir. Y en la prisión se les
humilla al presentarlos, en cadena nacional, en ropa interior, sucios de la
parte de atrás.
Avala que se destruya al poder legislativo con un golpe,
al crear la Asamblea Constituyente con las facultades que eran del Congreso,
donde está representada la oposición.
Calla –y otorga– ante la supresión de la libertad de
expresión.
Tanta preparación, tanto mundo, tanto talento, para
acabar plegado a los arcaísmos ideológicos de Yeidckol y Beto Anaya.
Páginas brillantes se han escrito en nuestra política
exterior cuando se ha optado por opinar y promover acciones para solucionar
crisis como la venezolana en estos días. O para condenar dictaduras como la de
Pinochet en Chile.
La diplomacia mexicana fue fundamental para el
aislamiento de Anastasio Somoza en Nicaragua. Para reconocer al Frente
Farabundo Martí como fuerza beligerante en El Salvador, y luego mediar hasta
que se alcanzó la paz que fue firmada en el Castillo de Chapultepec.
Hasta hace unos meses México hacía valer su peso de
potencia regional, bien relacionada con Cuba y Estados Unidos, para encontrar
una salida pacífica a la crisis política, económica y humanitaria que viven los
venezolanos.
Con el golpe de Estado al Congreso y el desconocimiento
de acuerdos sobre sus elecciones, no quedaba otra solución que pedir la salida
de Maduro.
Mediante una pantomima electoral, se reeligió como
presidente de Venezuela.
La condena y el llamado a que no asuma el cargo era
obligado.
La nueva Cancillería se echó para atrás por la afinidad
ideológica de los partidos gobernantes en México, PT y Morena, con la
“revolución bolivariana”.
Con el pretexto de la “no intervención” hemos renunciado
de un plumazo a prestar los servicios que están a nuestro alcance.
Dijo el canciller Ebrard en la reunión de cónsules y
embajadores: “la no intervención no significa pasividad, sino respeto a los
países”.
Qué maromas de un hombre inteligente para justificar lo
que él sabe que es una barbaridad.
Lástima, Marcelo.