El golpe en el Tribunal Electoral


Pablo Hiriart.- 


Por distintas fuentes obtuve la versión, la semana pasada, de que el presidente de la Suprema Corte de la Nación, Arturo Zaldívar, conminó a renunciar a la entonces presidenta del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Ayer, en su columna de Reforma, el periodista Roberto Zamarripa lo publicó con todas sus letras y coincide con la información que tengo: el viernes 18 de este mes el presidente de la Suprema Corte citó a Janine Otálora y le pidió que dejara el cargo, por su bien y el del Tribunal.

Puedo agregar aquí un par de elementos adicionales. El motivo de la presión para quitar de la presidencia del Tribunal a Janine Otálora fue la validación de los resultados electorales en Puebla, en los que perdió el partido gobernante.

Ante la resistencia de Otálora a renunciar, porque el Tribunal es autónomo, el presidente de la Corte habría recurrido a un argumento extremo: podemos hacer una reforma constitucional y quitar a todos los magistrados.

La historia es por demás oscura en el caso Puebla: la gobernadora que irritaba al gobierno murió al caer su helicóptero en condiciones no aclaradas, diez días después de asumir el cargo.

Y tres semanas después de esa muerte, la presidenta del Tribunal que validó el triunfo de Martha Erika Alonso fue presionada hasta hacerla renunciar.

La andanada contra Otálora tuvo como culminación el ultimátum del ministro Zaldívar, pero se desataron cuando en el Tribunal se iba a votar la validez de las elecciones en Puebla.

El magistrado ponente, José Luis Vargas Valdez, hizo público su proyecto de resolución en favor de anular y repetir las elecciones, lo que va contra los procedimientos del Tribunal. Y, además, sin argumentos para echar abajo esos comicios.

Por mayoría de votos, el Tribunal validó los resultados de las elecciones en Puebla, en las que perdió el partido del gobierno.

Una andanada de amenazas vengativas, con nombre y sin nombre, cayeron sobre la presidenta del Tribunal.

El magistrado Vargas Valdez anunció, el 18 de diciembre, que se estaban trabajando “denuncias con elementos y pruebas que apuntan hacia las irregularidades cometidas por la magistrada presidenta”, Janine Otálora.

La amenaza no podía ser más directa contra la titular del Tribunal Electoral.

Vargas Valdez fue más allá. Llegó a la conclusión –también hecha pública– de que la magistrada ha perdido su papel como presidenta no sólo para él, sino “posiblemente para más miembros del pleno, dado que ya no garantiza lo más elemental: la unidad del pleno y la independencia de sus magistrados, lo que lamentablemente lleva al funcionamiento indebido de la institución”.

Al día siguiente, Janine Otálora respondió a las amenazas y exigencia de renuncia, a través de una entrevista con Magali Juárez, de El Financiero: “la integración actual de la Sala Superior me eligió, por unanimidad, presidenta con un mandato de cuatro años. Tengo el respaldo de mis colegas para cumplir ese periodo”.

Las presiones continuaron y Otálora resistió… hasta que se le vino encima el presidente de la Suprema Corte.

Dejó el máximo puesto en el Tribunal, continúa como magistrada, en una condición de bajo perfil, luego de las presiones de aliento gangsteril de que fue objeto.

Esperemos que haya una aclaración categórica y sin ambigüedades del presidente de la Corte a lo que aquí se expone y a lo que ayer publicó Zamarripa.

Además, que ya no haya nuevas amenazas a la magistrada ex presidenta del Tribunal, ahora que se destapó una posible maquinación de Estado para quitarla del camino.

Esperemos que más de un mes después de haber amenazado públicamente a Janine Otálora, el magistrado José Luis Vargas también diga que no dijo lo que dijo, o que se equivocó.

Lo que estamos presenciando es una grave muestra de cómo se aplasta a un poder autónomo, porque no le dio la razón al partido del gobierno.

Y de cómo se desnaturalizan las instituciones que deberían ser baluartes de la división de poderes, para hacer cumplir la voluntad del partido gobernante.

Por lo visto, no tienen límites. Nadie se los quiere poner.