Pablo Hirart.-
La detención de Javier Duarte, con fines de extradición, es
un gran paso del presidente Peña para reconciliarse con la sociedad mexicana,
aunque no es ni puede ser el único.
Su captura desmiente que haya habido protección oficial para
el exgobernador de Veracruz.
Resultó falsa la versión de que desde el poder presidencial
en México se orquestó la huida de Javier Duarte.
Muchos pensábamos que la complicidad con Duarte era la única
explicación de por qué el exmandatario veracruzano estaba libre.
No fue así. Era cuestión de tiempo y un acertado trabajo de
inteligencia. Se encontraba oculto en Guatemala y el gobierno mexicano solicitó
la colaboración de las autoridades de ese país a fin de aprehenderlo.
El gobierno que capturó dos veces al Chapo Guzmán también
pudo con Duarte.
Lo hemos dicho muchas veces en este espacio: nadie puede
contra el águila de frente.
El punto es que haya voluntad de parte del águila. Y quedó
demostrado que sí la hay.
Se trata de una buena noticia para México: no estamos en
manos de una mafia, como se nos quiere hacer creer.
La captura de Duarte es también un buen paso del presidente
Peña para restaurar la credibilidad que muchos ciudadanos le han perdido.
Gran parte de la caída en la aceptación del presidente
radica en su mano blanda hacia la corrupción de gobernadores y funcionarios.
Con este golpe dado al exgobernador de Veracruz se demuestra
que hay la intención de castigar a los que abusaron con el patrimonio público.
Hay la posibilidad de que el presidente se reivindique con
la sociedad que lo cuestiona y lo reprueba.
Se requiere, eso sí, que la depuración siga y no se detenga
en el caso de Javier Duarte.
Ahí está el exgobernador de Tamaulipas, Tomás Yarrington,
detenido en Italia, que debe ser traído a México, juzgado en México y castigado
en México.
Creer que con la aprehensión de Duarte se cumplió en el
combate a la corrupción es un error. Se trata de un hecho muy importante; sin
embargo, hay demasiados agravios como para dejar las cosas hasta ahí.
La recuperación de la imagen presidencial, tan importante
para defender el proyecto de modernización del país contra la amenaza de la
restauración estatista y autoritaria, pasa por una limpieza de los actos que
más han agraviado a la sociedad.
Duarte y sus trapacerías es uno de ellos, quizás el más
estrafalario y desproporcionado, pero no el único.
La presunta vinculación de gobernadores con el narcotráfico,
como es el caso de Tomás Yarrington, debe ser perseguida y castigada en este
sexenio.
En la administración pública federal se necesita energía
para castigar contubernios en la asignación de contratos a empresas que parecen
haberse apropiado de las instituciones.
Totalmente esclarecido y con sanciones debe quedar el caso
Odebrecht.
Hay que reconocer, sin embargo, el buen golpe dado con la
captura de Duarte.
El gobierno no lo protegía. No existía tal complicidad entre
el presidente y el exgobernador de Veracruz.
Tampoco hay selectividad partidaria en la captura de
exgobernadores: ya están detenidos, en esta administración federal, Jesús
Reyna, del PRI; Guillermo Padrés, del PAN, y Javier Duarte, también del PRI.
Quedó demostrado que existe sensibilidad ante el reclamo de
la sociedad para combatir la corrupción en sus expresiones más grotescas, como
Duarte.
Es un gran paso. Faltan otros.