Carlos Ramírez.-
En medio de la acumulación de datos sobre problemas de
imagen política, de ética, de responsabilidades escondidas, de una furia social
contra la forma de ejercicio del poder y de desmoronamiento de la confianza en
las instituciones, las evidencias más claras indican que el sistema político
priísta ya no funciona para garantizar las tres condiciones de una democracia:
desarrollo, estabilidad y gobernabilidad.
Fundado por los jefes revolucionarios en el periodo
1914-1946 --del derrocamiento de Victoriano Huerta por Carranza hasta la
fundación del PRI--, el sistema político funcionó como el entramado de
experiencias progresivas acumuladas de Santa Anna, Juárez y Díaz y de
funcionalidades basadas en la legitimidad social de los gobernantes.
El sistema estuvo sostenido por seis pilares fundamentales:
el presidente de la república, el PRI, el Estado de bienestar, los acuerdos y
entendimientos con sectores fuera del sistema, la cultura política como
ideología oficial o pensamiento histórico y las reglas no escritas.
Y el sistema fue la estructura interna del aparato de poder
mexicano: el modelo de desarrollo, el Estado priísta y el pacto constitucional.
Nada de eso funciona ahora. El presidente de la república
desde 1988 es factor de disenso; la base electoral del PRI es de apenas 25%; la
tasa de crecimiento económico de 2.2% promedio anual desde 1983 ha provocado
que sólo el 20% de la población total (cifra de Coneval) viva en condiciones de
no marginación ni pobreza; los aliados leales al sistema han pasado a la zona
de búsqueda de la alternancia; el fin de la Revolución Mexicana que decretó
Carlos Salinas en 1992-1993 con el tratado comercial dejó al sistema sin
legitimidad histórica; y las delaciones de corruptelas liquidaron los acuerdos
de las viejas reglas de la estabilidad.
El sistema político quedó herido de gravedad en el 68 y
desde entonces ha buscado sólo la sobrevivencia decreciente. El proceso de
democratización se desvió hacia la estridencia en las redes cibernéticas sin
reglas ni autocontroles. El sistema de partidos entró en colapso por la
fragmentación del voto, la ausencia de propuestas programáticas e ideológicas y
la despartidización de la ciudadanía.
El sistema político ya no funciona como mecanismo de
estabilización política, sino que ha llegado a ser el problema. La oposición
que pasó a la alternancia en 1989 tampoco ha entendido la dimensión de la
crisis y sólo quiere llegar al poder para administrar la crisis a su favor,
como lo plantean con miras al 2018 el PAN y López Obrador. Y en el PRI existe
una condición de supervivencia.
Sin una alternativa --fase superior de la alternancia--, el
país seguirá lidiando con el corto plazo, comprando minutos de ventaja. Los
casos de Yarrington, Duarte y el fiscal del gobierno priísta de Nayarit obligan
al PRI a un replanteamiento general de su existencia, pero parece que irá al
2018 para tratar de aparecer como la opción menos aventurera y confiado en su
estructura electoral.
La crisis del sistema político no es nueva, aunque sí tiene
hoy datos que explican las tres crisis políticas de una fase de agotamiento del
sistema/régimen/Estado: gobernabilidad, gobernación y gobernanza. La clase
gobernante --gobierno y oposición, al margen de las siglas-- no garantiza la
estabilidad para el crecimiento y la oposición no es alternativa, y todos sólo
anhelan el poder, el vulgar poder.
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