LOS FILÚOS,
La Guajira — En este centro poblado de Paraguaipoa, la capital de La Guajira
venezolana, todo huele a gasolina. Eso es Los Filúos: un enclave de tierra
árida a menos de 20 kilómetros de la frontera con Colombia y a dos horas de
viaje de las torres de extracción de petróleo del Lago de Maracaibo.
Para los
4000 habitantes de Los Filúos, donde el calor extremo y la falta de lluvias
hacen casi imposible la agricultura y la ganadería, el contrabando de gasolina
es una alternativa de subsistencia. Y también un problema para el futuro.
En una
esquina del pueblo, al lado de varias garrafas amarillentas, Álvaro agitaba con
la mano un embudo hecho con el pico de una botella de plástico y un tubo de
goma para llamar a los clientes. Viste un pantalón gastado de color
indefinible, arremangado, que deja ver unas piernas demasiado flaquitas para
sus 13 años, y una camiseta raída con manchones negros. Lleva otra de manga
larga debajo y una amarrada en la cabeza que lo protegen del sol de La Guajira,
donde las temperaturas llegan a los 40 grados. Allí, de 8:00 a. m. a 6:00 p. m.
Álvaro y otros muchachos como él se ganan la vida llenando o sacando
combustible de cuanto carro consigan.
PDVSA, la
empresa petrolera estatal, ha calculado que del país salen 100.000 barriles de
gasolina de manera ilegal. En la frontera con Colombia, y especialmente en la
parte que comparten el departamento de La Guajira con el estado Zulia, se hace
evidente el paso de combustible, así como la venta ilegal dentro del mismo
territorio venezolano. A pesar del aumento anunciado por el presidente Nicolás
Maduro en febrero de 2016, la gasolina sigue siendo la más barata del mundo.
Llenar un tanque en Venezuela cuesta 1,20 dólares. Del lado colombiano sale
alrededor de 28 dólares.
Una fila de
taxis junto a la vía principal a la altura de Paraguaipoa, Venezuela. Esta
localidad venezolana, el último punto
antes de cruzar la frontera con Colombia, es desde hace años un lugar dedicado íntegramente al comercio y flujo de
personas entre los dos países. Credit Santi Donaire para The New York Times en
Español
Maduro
anunció en diciembre la decisión de vender gasolina a precios internacionales
en la frontera para evitar el contrabando; pero sigue siendo un negocio
lucrativo en esa tierra donde no hay muchas opciones para salir adelante.
El salario
mínimo en Venezuela es de 40.638 bolívares (unos 58,81 dólares si se calcula al
cambio controlado por el gobierno; 11,16 si se hace con el valor del dólar en
el mercado negro). Un dinero que se vuelve sal y agua con especial rudeza en la
frontera, donde todo es más caro. Un kilo de arroz, por ejemplo, alcanza los
3000 bolívares, más del siete por ciento del salario mínimo.
El gobierno
mantiene el control cambiario desde 2003 para evitar la fuga de divisas. Desde
entonces, es el único que puede conceder dólares de modo legal para todo: desde
importar cualquier mercancía hasta para viajar al extranjero. La tasa de
cambio, a 690,98 bolívares por dólar, la fija el gobierno. En paralelo, surgió
un mercado ilegal cuya tasa cambia diariamente y que se ha disparado en los
últimos dos años (al momento de escribir esta nota el cambio en el mercado
negro es de 3640,29 bolívares por dólar).
El
contrabando de gasolina es un negocio de doble vía. Por un lado están los
usuarios que llenan el tanque de su vehículo en estaciones legales, donde pagan
por un tanque de 50 litros unos 250 bolívares (menos de diez centavos de dólar
al precio del mercado negro). Al vender ese combustible en los puestos
irregulares, ganan entre 8000 y 12.500 bolívares (entre dos y tres dólares y
medio al precio del mercado negro). Esa misma gasolina es la que compran
después quienes llenan el tanque en los puestos ilegales, ya sea para evitar
las largas colas que se forman en las estaciones o, en el caso de los
colombianos, para beneficiarse de la diferencia de precio. Llenar un tanque de
contrabando puede costar entre 17.000 y 25.000 bolívares (entre cuatro y siete
dólares aproximadamente).
En un día de
trabajo como pimpinero —el que saca o carga gasolina de los coches— se puede
ganar hasta 12.000 bolívares. Es la escala más baja de un negocio
diversificado: está quien llama a los carros para que vacíen el tanque, quienes
la sacan, los que almacenan, quienes cuidan el camión cargado de bidones y
quienes lo llevan hasta Maicao, en Colombia. Todos tienen su puesto en el
negocio. Incluso los niños, que suelen trabajar para sus familiares o para
conocidos que participan en el negocio. En cada puesto puede haber de tres a
cinco niños. Solo en Los Filúos, la cantidad de adolescentes y preadolescentes
que trabajan con el contrabando de gasolina se cuenta por docenas.
Continue
reading the main storyFoto
Un niño saca gasolina con una manguera de
un carro y la almacena en bidones en Paraguaipoa, Venezuela. El contrabando de
gasolina se ha convertido en una actividad tan masiva que se realiza
diariamente a plena luz del día. Credit
Santi Donaire para The New York Times en Español
‘Sal, nos
estamos muriendo de hambre’
“La primera
vez que tuve que chupar de la goma para sacarla de un carro fue horrible, se me
quedó todo el sabor en la boca. Daba igual lo que comiera, todo me sabía a eso.
Ya me estoy acostumbrando. Como cornflei y se me quita el sabor”, cuenta
Álvaro, que lleva muy poco en el negocio.
Sus
compañeros —Yoel, de 17 años, y Ronaldo, de 16 (los nombres reales de los niños
y adolescentes que dieron su testimonio han sido cambiados para proteger su
identidad)— ya tienen casi diez años en
esto, lo suficiente como para restarle importancia a esa primera vez. “Eso es
normal, uno mete la manguera en el carro, agarra y normal… Uno no siente nada.
Bueno, a veces, depende del tanque que carga el carro. Si viene muy caliente,
ahí uno sí siente el olor”, dice Ronaldo.
A veces, es
inevitable que la gasolina les caiga en el cuerpo. O en la boca. “No nos da
miedo”, dice Ronaldo, respondiendo a una pregunta que no se le ha hecho, y se
justifica: “Uno no piensa en si le hace daño o no a la salud, en qué le puede
pasar en la garganta, boca, estómago. Algunos van al médico. Yo no he ido a
nada, uno ya está acostumbrado. Uno piensa en vender y agarrar los cobres
(dinero)”.
Yoel y
Ronaldo dudan unos segundos cuando se les pregunta por qué empezaron en el
negocio. El primero en reaccionar es el mayor, Yoel, que lanza un argumento de
peso al que el resto se une: “Comprar ropa”. Sus prendas gastadas y sus
sandalias con agujeros lo contradicen, pero antes de que entren nuevas dudas,
Yoel vuelve a hablar. “Para comprar lo que uno necesita, ropa, zapatos… Quería
los cobres míos. Y sí se hace plata, y ahora más, ojo. Un día bueno se ganan
doce mil, quince mil bolívares diarios, aparte de los gastos. La cosa es
vender, vender, vender”.
Álvaro
(nombre ficticio), un niño venezolano de 13 años, posa junto a sus herramientas
de trabajo para el contrabando de gasolina: una garrafa y un embudo artesanal
unido a un trozo de manguera, en Los Filúos, Paraguaipoa, Venezuela. Credit
Santi Donaire para The New York Times en Español
Ronaldo, que
se ha quedado pensativo sobre sus motivos, matiza: “Y para la casa, que también
hay que ayudar y colaborar con el almuerzo”. Álvaro cuenta sus verdaderas
razones cuando los otros compañeros se alejan. Su madre, con la que no vive, lo
sacó de la escuela porque no tenía suficiente dinero para comprar los útiles ni
la ropa. “Estoy con mi abuela, ella no trabaja. Depende de mí el dinero de la
casa. Llevo seis mil, cuatro mil al día. Mi abuela me regañaba porque cuando me
sacaron de la escuela no iba a la calle. “Vete, sal, nos estamos muriendo de
hambre”, me decía. Empecé en esto porque pasaba mucha hambre y no tenía nada de
comer”.
Las aulas
vacías
En Venezuela
no hay cifras oficiales de deserción desde hace unos años. Los últimos datos
publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) son del curso
2011/2012 y muestran que 27.778 niños entre educación primaria y media dejaron
de estudiar en el estado Zulia. No desglosan los motivos, ni cuál es la
proporción en que afecta a la comunidad indígena.
El Sindicato
Unitario de Magisterio del Estado Zulia (SUMA) estima que para el curso
2016/2017 la deserción llegó al 60 por ciento. Para Neida González, responsable
de la Escuela Bolivariana Luis E. Palmar de Los Filúos, las cifras son mucho
más exactas: hay 178 alumnos registrados en su centro y solo acuden entre 90 y
120; es decir: el ausentismo escolar es de entre el 32 y el 50 por ciento.
Un aula vacía en la escuela de Los Filúos, en La Guajira venezolana. Desde
hace años no existen cifras oficiales de deserción escolar en Venezuela. Los últimos datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) son del curso 2011/2012.
Credit Santi Donaire para The New York Times en Español
De los que
van a clase, muchos lo hacen de modo puntual por los beneficios, “llegan el día
que saben que se va a repartir, por ejemplo, los morrales (mochilas que da el
gobierno)”, dice González. Otros, por algo mucho más simple: “Vienen más para
comer que para aprender”. Todos los días, alrededor de las 9:00 a. m. reparten
una merienda. Hoy toca bollitos de harina de maíz partidos en trozos con
margarina encima y jugo de sandía. Los niños comen en sus pupitres mientras la
maestra habla de lo importante que es una alimentación saludable, con frutas y
verduras.
Ir a la
escuela para echarle algo al estómago ha pasado siempre, pero en el último año
aumentó por la escasez que impera en el país. “Hay niños que se desmayan, que
lloran porque tienen hambre”, explica González. El ausentismo también es algo
que se ha visto siempre, “pero desde hace cuatro años para acá, el fenómeno es
muy fuerte”.
En el curso
anterior fue tan marcado, cuenta la docente, que la policía tuvo que ir por los
niños casa por casa. Muchos niños abandonan las aulas porque sus padres no
pueden costear cuadernos, ni camisetas. “La mayoría que se va lo hacen para
vender gasolina, aunque ahora se han diversificado y venden arroz, harina, lo
que sea”.
Ahora, una
tarde de noviembre de 2016, en una esquina de Los Filúos, Álvaro, Yoel y
Ronaldo hablan sobre su futuro. Todos dudan sobre si quieren seguir como
pimpineros. “Para toda la vida, no sé. Me gustaría pasarme a otro trabajo, así
igualito, pero tener más dinero, dentro de lo mismo. Comerciante o algo así”,
dice Yoel. Álvaro lo tiene claro: “Quiero estudiar, quiero hacer casas”.
Los tres se
alejan, sus embudos artesanales en la mano, las sandalias roídas, los
pantalones manchados, el paso apurado hacia su puesto de trabajo entre garrafas
bajo el sol de La Guajira, donde todo, incluso ellos mismos, huelen y piensan
en gasolina.
0 Comentarios