México, intoxicado por su presidente

Pablo Hiriart

La polarización galopa en México con el impulso que cada mañana le imprime el presidente de la República, para forjar lo que será lo peor de su legado: un país donde sus habitantes odian al que piensa diferente.

 

¿Con qué derecho el Presidente ataca a dos columnistas, a los que llama a “enfrentar”, porque son voceros del antiguo régimen?

 

¿Enfrentar? Con ideas sería muy enriquecedor, pero su convocatoria es al odio.

 

Así lo interpretan sus alfiles en Palacio y fuera de él, que en un coro polifónico copan las redes con deseos y frases de tan elevado humanismo como ver rodar cabezas por las redacciones, chayotero, amargado, muérete, lárgate del país, que termines sentado en ...tu miserable existencia.

 

El discurso tóxico de López Obrador permea a los habitantes en su vida cotidiana, se expresa, se aplica e incluso contamina las relaciones familiares y de trabajo que eran buenas, normales.

 

El desprestigio personal del otro es la divisa.

 

Según él, las protestas contra su gobierno “son de una minoría clasista y racista”.

 

A Trump no le dice nada cuando hace ostentación del muro porque “no me quiero enganchar”, pero a quienes cuestionan con argumentos sus políticas internas llama a “enfrentarlos” porque son “voceros del antiguo régimen”.

 

Además, les dice, son “clasistas y racistas”.

 

Eso es lo que replican sus seguidores en redes sociales y en medios de comunicación tradicionales. No tardaremos en ver el encono expresado en las calles.

 

La polarización y la intolerancia que emanan del Presidente tienen la poderosa fuerza de sacar lo peor de nosotros, y en ese lodazal estamos.

 

No hay cabida para el diálogo: o estás conmigo o estás contra mí.

 

José Woldenberg lo explica en un solo párrafo lleno de contenido: “El Presidente cree que su visión no es sólo la correcta, sino la única, por lo que otras voces no son más que ilegítimas y mentirosas” (El Universal de ayer martes).

 

Ahí está la nuez del problema. Y ante las agresiones del extremismo presidencial surgen voces y grupos tan radicales como él, pero en sentido opuesto.

 

Ofenden a niños, piden golpes de Estado, descalifican a articulistas y a políticos por su apariencia física, por sus preferencias, rezuman una festiva ignorancia y ánimos de guerra.

 

Pero, ojo, que no nos vengan con que esas reacciones son producto del derrumbe “del viejo régimen”.

 

No, lo que se derrumba es el país.

 

Se desploman la economía, el empleo, la salud, la pluralidad como el sostén de una nación equilibrada, la solidaridad con el sufrimiento ajeno.

 

Y en Palacio Nacional manda un político que envenena la convivencia entre sus gobernados. Todos los días, sin faltar uno.

 

Si escuchara, el futuro de México sería promisorio, porque su aceptación popular es elevada y parte de su diagnóstico es correcto.

 

Pero ni la tolerancia ni la apertura se cuentan entre sus virtudes.

 

El discurso beligerante del Presidente hacia la mitad de la población es tóxico y su desenlace es de pronóstico reservado.

 

El mexicano no es un pueblo malo, claro que no.

 

Los alemanes tampoco son un pueblo malo. Nos han dado un arte extraordinario, el Romanticismo, a Beethoven, y a los mejores gobernantes del mundo en la postguerra. Europa se ha beneficiado de la eficiencia y el humanismo de los alemanes. Los migrantes también.

 

Claro, un líder extremista y demagogo sacó lo peor de ellos, se abrazaron a él y llevaron al mundo a sus peores momentos de horror y de crueldad.

 

Los judíos no son un pueblo malo. De entre los suyos han salido varias de las mentes más brillantes, para bien de la especie humana. Políticos de la sagacidad de Ben Gurión, un ateo, fundador del estado de Israel. Los judíos son, en buena medida, los creadores del american way of life, porque son los padres de Hollywood. Difícil encontrar un pueblo con mayor sentido de la solidaridad que ése.

 

Pero su lado obscuro brota con líderes beligerantes y extremistas que, ahora, quieren despojar a los palestinos incluso de una parte de Cisjordania, después de haberlos arrinconado como parias en su tierra.

 

Los líderes que se sienten poseedores de la verdad absoluta, y tratan a las visiones distintas –como dice Woldenberg– de ilegítimas y mentirosas, suelen llevar a la tragedia social o económica a los pueblos que los hicieron ídolos.

 

Hacia allá vamos, intoxicados con la perseverancia polarizadora de López Obrador.


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