Raymundo Rivapalacio.-
Andrés Manuel López Obrador tiene la mecha muy corta. No
es el primer presidente que es explosivo. De los últimos sexenios, Felipe
Calderón y Ernesto Zedillo se prendían rápidamente o eran muy groseros con sus
colaboradores. La diferencia con López Obrador es que aquellos cuidaban que sus
explosiones no fueran públicas, mientras que él exterioriza todo -justifica que
su pecho no es una bodega-, y tiene fijaciones en la cabeza. Ayer, molesto por
el titular principal de El Financiero sobre la caída del empleo durante mayo, volvió
a disparar, de la nada, contra Pablo Hiriart, quizás el columnista más critico
del presidente.
López Obrador tiene otros clientes en las mañaneras.
Mexicanos contra la Corrupción y Reforma son sus preferidos, a quienes
identifica -con otras palabras- como cabezas de playa del neoconservadurismo
mexicano y bastión de la resistencia a su proyecto de nación. En esto también
es diferente a sus antecesores. Carlos Salinas, molesto por la cobertura de El
Financiero sobre la deuda externa, le retiró toda la publicidad de gobierno,
mientras que José López Portillo le retiró la publicidad a Procesocon una frase
que se volvió clásica: “No pago para que me peguen”.
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Foto internet. |
Los medios no son su único blanco matutino. Dependiendo
del tipo de acciones que va a seguir su gobierno, son víctimas de su retórica
las instituciones autónomas, el Poder Judicial, los empresarios, los banqueros,
políticos del viejo régimen y quien se le atraviese en el camino, incluidos
miembros de su gabinete a quien con inusual regularidad descalifica y
desmiente. Las tensiones con actores políticos, agentes económicos o con
organizaciones de la sociedad se acentúan porque sus molestias se dirimen en
público, a diferencia de sus antecesores, que lo procesaban con discreción,
pero también, con mayor efectividad.
No quiere decir que el presidente no tenga derecho alguno
de expresar su inconformidad con lo que se dice o se publica, pero pierde esa
efectividad de antaño porque parecen pleitos callejeros entre iguales. Y aunque
López Obrador tiene un comportamiento más de opositor y líder social que de
presidente, esa dinámica de conflicto es asimétrica y pierde por el desbalance.
Por ejemplo en el caso de las medicinas, donde ha hablado de presuntos actos de
corrupción pero por la manera casuística e informal pero agresiva que utiliza,
él mismo quita valor a sus señalamientos -perfectamente documentados por cuando
a abusos-, porque parece ser uno más de sus agarrones cotidianos.
Quien le caliente la cabeza antes de subirse al paredón
que instaló en el Salón de la Tesorería en el Palacio Nacional, es a quien más
debería de reclamarle que lo coloque en una situación que a nadie, empezando
por él, ayuda. El presidente ha utilizado la mañanera para controlar la agenda
y construir consenso para gobernar, pero la forma como lo hace ha llevado a que
no controle la agenda -domina el tiempo de exposición, pero los temas de
coyuntura los coloca la prensa, que muchas veces lo arrollan en la arena
pública-, ni tenga el consenso necesario para un gobernante, particularmente en
situaciones tan complejas y delicadas como las que vive México y su gobierno.
El consenso que solidifica todas las mañanas López
Obrador es con sus clientelas incondicionales, que lo respaldarán incluso hasta
la ignominia. Ellos son importantes en elecciones, pero insuficientes para
gobernar. La construcción del consenso no puede ser dinamitado todos los días.
Requiere el apoyo nacional real, donde cabe la discrepancia, para que
comprometa a todos los sectores a respaldar el cambio radical que desea para el
país. Muchas cosas que plantea son necesarias y se habían convertido en
indispensables para sanear la vida pública, pero la forma, no el fondo, es lo
que lo acota al prevalecer su carácter mercurial sobre su cabeza. Maneja un
modelo más apegado a las mayorías populistas -que se dan con mayor frecuencia
en los regímenes parlamentarios-, que a la democracia madisoniana, que busca
siempre los consensos para afinar la toma de decisiones.
Cualquiera de los dos es funcional y puede ser eficiente,
pero dentro de un marco de análisis convencional. López Obrador es todo menos
convencional. Muy pragmático, cuenta con la legitimidad de los años de lucha
política y de las urnas, para poder moverse entre las tormentas, a veces sumido
en contradicciones, sin que tenga costo político en su fuerza para gobernar.
Pero como él mismo lo reconoce, el apoyo popular que hoy respalda a su
personalidad, no será para siempre. Lo que hace, lo definió nítidamente Sergio
Aguayo, quien el lunes escribió en su colaboración en Reformaal hablar de la
mesura ante el presidente Donald Trump y la derrota ideológica de la 4T, que la
actitud de López Obrador es “rijosa en el interior y sumisa hacia el exterior”.
Rijoso es una persona conflictiva, que pelea. Ese es
López Obrador, mediante la percepción construida y proyectada a nivel nacional
en la mañanera. Eso no le conviene a él, a su gobierno o al país entero. Los
mexicanos siempre andamos en busca de un líder, y difícilmente habrá alguien
que vivió un presidente con sus cualidades de liderazgo. Pero ese líder tiene
que ser para todos, no sólo para una minoría, que aprecien y respalden su
energía y voluntad política para cambiar las cosas. Se requiere convencer no
amedrentar, persuadir a quienes discrepen con él pero sin amagos ni amenazas.
Si así lo hiciera, muchos que hoy lo ven con temor, le darán el apoyo, que
tampoco debe regatear. Temple y calma se necesita de López Obrador, que a
cambio obtendrá lo que requiere para su éxito sexenal, respaldo y respeto
nacional.
Nota: Alejandro Díaz de León asumió la dirección del
Banco Mexicano de Comercio Exterior el 25 de noviembre, un mes después de que
se aprobara la transacción financiera para la compra de Fertinal, por lo que no
participó en el proceso de esa operación, como se reportó en esta columna el
miércoles.