Raymundo Rivapalacio.-
El mismo día que concluyó el juicio en Nueva York contra
Joaquín El Chapo Guzmán, y el secretario de la Marina, Rafael Ojeda, informó
que el Cártel de Santa Rosa de Lima era responsable de los bloqueos para
sabotear los operativos contra el robo de combustible en Guanajuato, el
presidente Andrés Manuel López Obrador, anunció que ese 30 de enero de 2018, a
menos de dos meses de iniciar la Cuarta Transformación, acabó la guerra contra
el narcotráfico. “Oficialmente, no hay guerra, nosotros queremos paz”, subrayó.
Y dijo:
“No se han detenido a capos porque no es nuestra función
principal. La función principal del gobierno es garantizar la seguridad
pública, ya no es la estrategia de los operativos para detener a capos. Lo que
buscamos es que haya seguridad, que podamos disminuir el número de homicidios
diarios. Lo que me importa es bajar el número de homicidios, el número de
robos, que no haya secuestros. Eso es lo fundamental, no lo espectacular”.
La declaración, por el hecho mismo de serla, fue
insólita, pero no para extrañarse de nada. Desde que se comprometió a dar
amnistía a los narcotraficantes antes de iniciar su campaña presidencial,
esbozó lo que haría al llegar a la Presidencia. Su objetivo era reducir los
índices de criminalidad y restablecer la seguridad y confianza entre los
ciudadanos, pero a su manera. No aceptó la estrategia del presidente Felipe
Calderón -utilizada en Colombia, Italia y Estados Unidos- de combatir
intensamente a toda la estructura criminal, que provocaba como externalidad una
alta cuota de muertes en un principio, y que después de varios tropiezos adoptó
el presidente Enrique Peña Nieto. Tampoco tenía tiempo para estrategias de
largo plazo. Lo suyo sería administrar el narcotráfico: no se mete con ellos a
cambio que los cárteles guarden las armas y pacifiquen el país.
Administrar el narcotráfico en lugar de combatirlo, no es
una estrategia que va a admitir explícitamente el presidente que está haciendo.
Lo que hará es lo que hicieron muchos gobiernos priistas en el siglo pasado,
permitir que los cárteles de la droga hagan su negocio -producción,
distribución, trasiego y comercialización- a cambio que no se peleen entre
ellos ni confronten a las fuerzas de seguridad. En el pasado, como era la
circulación de las élites en el viejo régimen, uno o dos cárteles eran atacados
por el gobierno en turno, y al siguiente eran otros los perseguidos. De esa
forma, todos sabían que, como en el sistema político, era una rueda de la
fortuna donde los beneficiados hoy, serían afectados mañana.
Calderón modificó el status quo. Confrontó a todos los
cárteles al mismo tiempo, con los cuales se modificó el incentivo para no
pelear contra el adversario, sino pactar territorios e impuestos criminales
para el derecho de paso, con lo cual no obligaban al Estado a actuar con
fuerza. El cambio fundamental fue que los cárteles tuvieron que pelear entre
ellos para sobrevivir, que fue el detonante de la violencia. Bajo esa
estrategia la delincuencia se atomizó y se mudó de delitos federales a delitos
del fuero común. Por ejemplo, los matones del Cártel de Tijuana, al quedarse
sin dinero para sus nóminas por los golpes federales, se mudaron al secuestro
exprés, que se incrementó en 200%. Los Zetas, que se habían quedado sin droga,
entraron primero a la piratería, y después a vender protección y contrabando
humano. Los hermanos Beltrán Leyva comenzaron a subcontratar asesinos en el
Valle de México, y de su desmantelamiento surgieron Guerreros Unidos y Los
Rojos, y de ellos, una mayor atomización de bandas criminales, como sucedió
también con el Cártel de Juárez.
Esta es la parte de la película que ve a medias el
presidente López Obrador. Quiere una Guardia Nacional con disciplina,
adoctrinamiento y mando militar para enfrentar a las pandillas criminales que
no alcanzan a ser consideradas cárteles -al no controlar todo el sistema de
producción del negocio del narco-, pero que están metidas en el narcomenudeo,
asesinatos, secuestros, robos y extorsiones, por mencionar los delitos más
comunes del fueron común, sin enfrentar a los cárteles de la droga, cuyos
delitos contra la salud y lavado de dinero son federales. El eslabón débil de
esa estrategia es desconocer en la práctica operativa, los vasos comunicantes
de la droga entre los criminales.
Por ejemplo, las bandas que ven la Ciudad de México como
botín, tienen alianzas o dependen de mercancía de los cárteles de la droga que,
a la vez, les suministran respaldo de fuego. Si el presidente cree que desmantelando
la Unión Tepito, que es la que controla la vida a espaldas de Palacio Nacional
y cobra protección a sus habitantes, desaparecerá el crimen, está equivocado.
Siempre habrá quien remplace a sus líderes para que la cadena productiva
criminal que sale de Culiacán o Matamoros, no merme sus utilidades ni afecte su
generación de cuadros. Durante todo el sexenio, debe saber, tendrá como vecinos
a criminales.
Para que la administración del narcotráfico funcione como
en el pasado, este país tendría que dejar de consumir de drogas, lo cual es
imposible. Desde 1996 México se convirtió en consumidor de drogas, y es un
camino sin retorno. Pero López Obrador ya formalizó su decisión: perdón para
los capos de la droga y garantías que no los perseguirá. Entonces, si reducen
la violencia, volverán los tiempos de antaño donde el narcotráfico convivía
entusiastamente con el poder. Los mayos, los menchos, los caro quintero, los
zetas y todos los demás que controlan el crimen organizado podrán estar
tranquilos. Sólo tienen que restablecer sus viejos pactos y quitar el dedo del
gatillo.
Nota: Por ser un día feriado, el próximo lunes no
aparecerá esa columna.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa