CARLOS RAMÍREZ/INDICADOR POLÍTICO
WASHINGTON, D.C.- Resulta que ante la ofensiva atrabancada,
grosera, superficial, anímica, reactiva, derechista y geopolítica del
presidente Donald Trump, la crisis de liderazgo mundial se hizo evidente:
ningún país, ningún líder internacional, ninguna organización multinacional ha
sido capaz siquiera de enfrentarlo con decisión. El presidente español Mariano
Rajoy se ofreció como intermediario de la Casa Blanca con la Unión Europea.
Los extremos de la política exterior estadunidense agresiva
ocurrieron contra México y los nacionales de siete países dominados por la
ideología musulmana radical: el muro en la frontera México-EE.UU. y las
restricciones a la validez de visas fueron los indicios de que la Casa Blanca
no sólo no andará con juegos diplomáticos, sino que el trasfondo geopolítico es
el de la recuperación de la dominación del imperio. En el camino a esas dos
decisiones había algunas ligeras desviaciones que hubieran podido diluir el
conflicto, pero Trump ha sido bastante directo en que viene por la restauración
del poder --en sentido weberiano: la dominación de los otros-- de Washington.
Desde Ronald Reagan (1981-1989) no había habido en el mundo
una gran ofensiva de la Casa Blanca para imponer su fuerza, inclusive con el
dato mayor de que Reagan --con el apoyo del Vaticano del papa polaco Juan Pablo
II-- realizó un largo operativo para destruir a la Unión Soviética en 1989.
Bush Sr. careció de continuidad imperial y por eso fue desplazado luego de
apenas un periodo de cuatro años y Clinton osciló entre el impulso a la
economía --“es la economía, estúpido”-- y el mantenimiento del poder imperial
sólo contra radicales árabes. Bush Jr. se encontró con el terrorismo y Obama no
supo aterrizar su modelo de maduración imperial con la dominación implícita, la
ausencia de pensamiento estratégico y de seguridad nacional y la crisis
económica del capitalismo estadunidense.
Trump, por tanto, es producto de un proceso histórico en la
evolución de la sociedad mayoritaria estadunidense. El discurso de “hagamos
América grande otra vez” apeló al destino manifiesto del siglo XIX que, por
cierto, México padeció de 1826 a 1848 y que le costó la pérdida de la mitad de
su territorio, culpa, ciertamente, de sus divisiones internas, pero también
producto de la invasión militar estadunidense 1846-1848.
Los EE.UU. de Trump son los mismos que lanzaron la conquista
del oeste para aniquilar a las tribus indias nómadas guiadas por los búfalos,
los que aplastaron a México, los que definieron en 1824 la Doctrina Monroe de
“América (EE.UU.) para los americanos”, los que consolidaron la doctrina Wilson
de rectoría del orden mundial y los que diseñaron a doctrina Kissinger de que
los EE.UU. tienen responsabilidades que en los hechos no son más que intereses,
los que se apropiaron de la economía mundial en 1944 en el balneario de Bretton
Woods a través del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y los que
asentaron la doctrina Nixon del dólar.
En un enfoque geopolítico, estratégico, de seguridad nacional
y de dominación, los EE.UU. de Trump retoman el papel imperial de Washington
que se había relajado por la caída del Muro de Berlín y el fin fukuyamista de
la historia. Después de la derrota del comunismo --autoderrota, más bien, por
los errores de las burocracias soviéticas--, el terrorismo pasó al centro del
escenario mundial podría decirse que en la misma lógica de las contradicciones
de dominación económica: el petróleo al servicio de los países productores
desde 1973, con el terrorismo --palestino, primero, pero luego religioso
musulmán-- como el enemigo histórico del capitalismo.
De 1989 al 2016, los EE.UU. pasaron por un aflojamiento de su
condición de imperio; en el fondo, las leyes patrióticas de Bush Jr. y su
ofensiva contra Irak y Afganistán carecieron de un escenario geopolítico mayor
y se circunscribieron a las pasiones del propio Bush Jr. animado por el odio a
Sadam Hussein a partir de sus ataques contra Bush Sr. La política imperial
estadunidense de responsabilizarse del orden mundial se diluyó en las
decisiones de los presidentes demócratas Clinton y Obama de no definir sus
guerras en el medio oriente como parte del ajedrez mundial. La configuración de
una multipolaridad después de Berlín y la reconstrucción de los imperios
soviético y chino, aunado a una globalización de los mercados comerciales que
hundieron a la economía estadunidense en tasas mediocres de crecimiento
económico y de pérdida de nivel de bienestar, desdibujaron el papel de la Casa
Blanca.
Por eso el llamado de Trump a recuperar la grandeza fue leído
correctamente por los sectores conservadores y no pocos liberales. En este
sentido, el repudio a las órdenes ejecutivas de Trump ha salido de los sectores
liberales y progresistas que quisieran el mundo imposible del bienestar social
promovido por el capitalismo estadunidense, el dominio hegemónico del mundo y
la autoridad moral a partir del reconocimiento a los derechos de los demás.
Ello explicaría el quiebre del sentido del voto a favor de Obama ahora por
Trump.
El mundo asiste pasivo a la reorganización del orden mundial
alrededor, de nueva cuenta, de los EE.UU. y no hay líderes que se opongan. Al
final, pareciera que las élites mundiales estaban esperando a alguien que
pusiera de nuevo orden en el desorden posterior al fin del imperio soviético.
Las naciones del mundo no maduraron su responsabilidad en la construcción de un
nuevo equilibrio mundial: Europa y América Latina parece que se sienten más
cómodos con Trump y por eso su tibieza en la condena institucional a la agenda
de migración.
Así que el ascenso y la consolidación de Trump son
corresponsabilidades de los líderes mundiales.
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