Raymundo Riva Palacio.-
Karla Iberia Sánchez, la gran reportera de Televisa,
escribió en su cuenta de Twitter este lunes: “México huele a Bestias”. Era la
mañana en que nos habíamos levantado con espanto. Fátima, una pequeña de siete
años, que fue vista por última vez el martes pasado en su uniforme escolar,
frente a su escuela, acompañada por una mujer, había sido encontrada. Su tío
informó el domingo a través de un mensaje “a la comunidad tuitera”, a la que
agradeció por toda su ayuda en la difusión de su desaparición, que la encontraron
el domingo “asesinada, desnuda y torturada”. Fátima es hoy. La semana pasada
fue Ingrid. Y antes Minerva. Y María del Pilar e Isabel. Y Janeth. Y Judith. Y
Martha, Jazmín y Sonia. Y Ana Daniela. Y Cinthia. Y Raquel y Abril. Y tantas
más. En total, 494 en 2018 y 976 el año pasado. En este van seis públicamente
conocidos. ¿De cuántos más no nos hemos enterado?
Fátima nos sacudió a muchos. Pero ¿cuántos estamos
realmente sacudidos? No está claro. Las portadas de los periódicos narran la
vida cotidiana en México, y los noticieros de radio y televisión cuentan todos
los días la violencia como parte del paisaje nacional, sin que nos cause
indignación. Nos enteramos de descubrimientos de fosas clandestinas donde los
restos se cuentan por decenas o cientos de personas, y tampoco hay estupor.
Pasa todo frente a nosotros como si fuéramos totalmente ajenos a toda esa
violencia que nos abraza de lejos. La deshumanización nos identifica como
mexicanos, un cinismo frente a la vida que explica la ausencia de sorpresa en
la contabilidad regular a través de los años de cientos y miles de asesinados
por el crimen organizado.
Los feminicidios son parte de la estadística, que cobra
vida en los fríos números del INEGI o el Secretariado Ejecutivo del Sistema
Nacional de Seguridad Pública. El terremoto social que hemos visto con los
casos que se han visibilizado es porque las víctimas tienen nombre y apellido y
sus familiares hicieron denuncias públicas de su desaparición, lo que acerca su
realidad a la nuestra. Pero son una mínima parte, gracias a que sus cercanos se
han negado a que pasen a formar parte de la estadística. Su lucha es por la
dignidad humana, el fundamento filosófico de los derechos humanos, que nos
distingue de los animales, por nuestro libre albedrío y por la capacidad para
tomar decisiones individuales sobre la base de la razón y la libre elección.
Sin embargo, la frase de Karla Iberia Sánchez nos cuestiona por el contexto en
el que se encuentra escrita.
Las víctimas de la violencia, como se ha expresado con
particular crudeza en el caso de los feminicidios, revelan en su indefensión la
carencia total de recursos y poder para enfrentar las violaciones a los
derechos humanos y evitar la pérdida de su dignidad en manos criminales. La
patología de esos crímenes se inscribe en un todo, la pérdida de los valores en
la sociedad, donde se rompió la convención nacional de lo que está bien y lo
que está mal. Indistintamente se cruzan en México, más veces de las que
quisiéramos por razones políticas e ideológicas, lo que abona en la confusión y
pavimenta el camino a la anomia. Esta ruptura nos lleva a contradicciones como
sociedad y a tener una visión distinta sobre el futuro colectivo, que se
refleja en nuestras acciones.
Los valores nos permiten interactuar dentro de la
sociedad a partir del respeto mutuo, con responsabilidad y libertad. Al no
tener valores compartidos, nuestra libertad se acota y desaparece el respeto,
regresándonos al mundo de Hobbes y la ley del más fuerte. La frase de Karla
Iberia Sánchez resuena de nuevo. Las preguntas para las cuales nadie parece
tener respuesta son ¿cuándo perdimos nuestra identidad nacional? ¿Cuándo se
borraron las convenciones sociales en términos de identidad? Vale la pena
recordar la anécdota que contaba el ex procurador general, Arturo Chávez
Chávez, que cuando era procurador de Chihuahua tuvo un caso donde un joven
había entrado a una casa donde vivían una pareja de ancianos, junto con una
señora que les ayudaba, con quienes no tenía relación alguna. No pensaba robar
nada, sino únicamente asesinarlos a sangre fría. Al terminar la matanza, se
sentó en la banqueta, frente a la puerta de entrada, a esperar que lo
detuvieran.
Una vez en la cárcel, confeso del crimen, insistía que lo
trasladaran al pabellón donde se encontraban los narcotraficantes. Primero se
le negó el traslado, pero ante su insistencia, lo transfirieron, pero con
vigilancia para encontrar sus razones. Las autoridades descubrieron que quería
ofrecer los servicios de su pandilla como sicarios del Cártel de Juárez, y que
había cometido los tres asesinatos a sangre fría para demostrar que no le
temblaba la mano. La prueba ofrecida consiguió que su banda pasara a formar
parte de las legiones de sicarios de la organización criminal. Eso pasó en
1995, hace 25 años, antes que nuestra cultura estuviera impregnada por la
violencia y la guerra contra las drogas. Para entonces, se puede afirmar, algo
muy profundo se había roto entre nosotros, y el deterioro social, había dejado
de ser un síntoma para convertirse en enfermedad.
Cuántas causas pueden haber dado su origen, es un
misterio. La pérdida de la certidumbre ante gobiernos ineficientes es una. La
inexistencia de un salario garantizado a partir de un aparato productivo formal
es otro. La ausencia de valores éticos, de la construcción de comunidad y por
las formas antidemocráticas de organización, son otros factores que contribuyen
a la demolición de los valores comunes. Nuestro estupor actual obedece a
nuestra ceguera de muchos años. Cuánta razón tiene Karla Iberia Sánchez: olemos
como país a Bestia.
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